Patrick Radden Keefe, la familia Sackler y el periodismo de investigación

¿Dónde termina la conspiración y empieza la fiscalización?

Un bote del medicamento OxyContin, que llevó a la farmacèutica de la família Sackler a la quiebra |iStock Un bote del medicamento OxyContin, que llevó a la farmacèutica de la família Sackler a la quiebra |iStock

Hace pocas semanas que Ediciones del Periscopio ha puesto al mercado la traducción al catalán del libro El imperio del dolor, del periodista de investigación de Estados Unidos Patrick Radden Keefe. Más de 700 páginas para relatar negro sobre blanco los detalles de una investigación de años sobre el negocio farmacéutico de los Sackler, fabricantes del temible OxyContin, un analgésico opiode que ha dejado un rastro inmenso de daños colaterales en Estados Unidos.

Durante la gira internacional de presentación de su libro, el periodista de Dorchester (Massachussets) ha pasado también por Barcelona, de forma que hemos tenido la ocasión de escucharlo y leerlo en varias entrevistas y actos públicos. La presencia del periodista de investigación de moda ha causado sensación en el país -difícil encontrar algún medio que lo haya ignorado- pero con toda probabilidad quedará como una simple experiencia interesante dentro del panorama periodístico local, porque una vez coja el vuelo de vuelta a Nueva York todo el mundo olvidará su tarea, sus experiencias y sus consejos, y los medios catalanes volverán a ser un escaparate para las declaraciones de políticos insustanciales, las noticias poco elaboradas y llenas de tópicos y los habituales espacios de humor con nivel de segundo de ESO. Mucho nos extrañaría que la inspiración de Keefe sirviera para hacer brotar una corriente catalana de periodismo de investigación, confinado actualmente a las iniciativas propias de francotiradores que disparan mayoritariamente desde medios de autoconstrucción.

Cuando la avaricia patológica ataca a directivos de la industria farmacéutica, el producto final son miles de muertes y vidas rotas por siempre jamás

La historia que nos explica Keefe en su libro es la de una familia con una voracidad por el dinero fuera de serie, tan fuera de serie que incrementaron su ya ingente fortuna hasta límites incalculables disponiendo de la vida y la salud de miles de personas. Dicho de otro modo, cuando la avaricia patológica ataca a directivos del mundo de la banca, el resultado final es una crisis financiera e inmobiliaria (como vivimos desde 2008), pero cuando esta tara la luce alguien de la industria farmacéutica, el producto final son miles de muertes y de vidas rotas por siempre jamás. Esto es lo que ha pasado en Estados Unidos desde que en 1996 un fármaco diseñado por la familia Sackler y comercializado por su firma, Purdue Pharma, salió al mercado y empezó a hacer estragos sobre la salud de ciudadanos inocentes que habían confiado con total ingenuidad en que la reguladora del sector de los medicamentos, la todopoderosa FDA (Food and Drug Administration), hubiera hecho su trabajo. La clave ha sido el gran poder de generar adicción del principio activo del OxyContin, la oxicodona, una característica nunca reconocida en público por el laboratorio fabricante, pero que sin ningún tipo de duda está detrás del drama: más de 500.000 muertos en Estados Unidos por sobredosis derivadas de su adicción al fármaco, pacientes que en muchos casos acabaron recorriendo al mercado negro de la heroína; en otras palabras, ciudadanos comunes de aquel país, sin ningún interés en las drogas, que por culpa de un medicamento recetado por sus médicos acaban transformándose casi de la noche a la mañana en heroinómanos.

Y es que además de la cifra aterradora del medio millón de muertos, se considera que ahora mismo en el país hay millones de adictos nuevos, completamente ajenos a los perfiles tradicionales de consumidores de los diversos derivados del opio. Todas las cifras expuestas toman sentido si consideramos que, por causa de esta epidemia, las muertes por sobredosis de opioides pasaron a ser la primera causa de muerte accidental en el país, por encima de los muertos en accidentes de tráfico y de los heridos por arma de fuego. También, y es otra perspectiva reveladora, este número de defunciones por sobredosis excede la cantidad de bajas de los americanos en todos los conflictos bélicos en los que habían participado desde la Segunda Guerra Mundial. El causante de todo, la compañía Purdue Pharma, era -hasta su quiebra por el caso que nos ocupa- un gigante del sector farmacéutico en manos de una sola familia, los Sackler; aquello que en Estados Unidos llaman private company, es decir, que no cotiza en bolsa y que por lo tanto sus acciones no cambian de manos como pasa con tantas y tantas firmas de aquel país que están cotizadas en el mercado financiero.

Maestros del marketing

El libro de Keefe es la historia de una tragedia monumental, donde la codicia se va abriendo puertas gracias al dinero, herramienta imprescindible para relajar todos los controles y engrasar los mecanismos de prescripción, pero por encima de todo -y el autor no se cansa de recordarlo- es la historia de las personas responsables de todo esto, los Sackler, que salen retratados -nunca mejor dicho- desde la generación primigenia de comienzos del siglo XX, hasta los miembros actuales herederos de una gran fortuna. Históricamente obsesionados por colocar su nombre en obras filantrópicas, sobre todo museos, pero también por el marketing. De su talento a la hora de promocionar fármacos se benefició la multinacional suiza Roche, que sacó al mercado el célebre Valium con el apoyo estratégico de los Sackler. Por cierto, unos de los acontecimientos que más visibilidad dio a los productos de Purdue Pharma fue muy curioso y es que cuando la tripulación del Apolo 11 volvió a la Tierra, el triplete formado por Armstrong, Collins y Aldrin fue desinfectado con Betadine a la vista de todo el mundo. Este antiséptico era una marca de la factoría Sackler desde que en 1966 habían adquirido los laboratorios Physicians Products, su fabricante original.

Pero adicionalmente a la crisis sanitaria y a la historia de la familia, existe todavía una tercera lectura, la de las consecuencias del escándalo, y es aquí donde se pone de manifiesto aquel concepto que hemos repetido tantas veces y que parece signo de los tiempos: la sensación de que cuando nos enfrentamos a grandes empresas estamos persiguiendo fantasmas. En este caso, quien ha sido condenada por el desastre ha sido la compañía, Purdue Pharma, pero no las personas que había dentro tomando decisiones, como si una empresa tuviera vida propia y pudiera decidir de manera independiente a sus propietarios y ejecutivos. La firma ha quebrado (el temido chapter 11 de la legislación norteamericana) y los Sackler han abonado 4.500 millones de dólares en concepto del pacto al que han llegado con la justicia, pero ningún miembro de la familia pondrá los pies en la prisión. Un desenlace para reflexionar.

A raíz del protagonismo de los laboratorios causado por las vacunas para la covid-19, se ha producido una guerra entre creyentes en todo tipo de conspiraciones y quienes defienden a ojos cerrados la profesionalidad de estas firmas multinacionales

En toda esta historia no puede faltar la presencia de un catalán (o catalán de adopción, porque había nacido en Cartagena) que será una pieza clave en el proceso de investigación de Keefe. Estamos hablando de Fèlix Martí-Ibáñez, hijo de un erudito maestro valenciano, un hombre inquieto que creció en la Barcelona de los años 20 y 30. Se licenció en medicina, pero sus ansias de conocimiento alcanzaban muchos otros ámbitos, hasta el punto de considerarse a sí mismo como un hombre renacentista. Acabada la Guerra Civil, se exilió a Estados Unidos, donde desarrolló una carrera muy productiva. Trabajó para varias compañías, entre ellas la farmacéutica Roche y, por encima de todo, fue amigo íntimo de Arthur Sackler, uno de los tres hermanos propietarios de Purdue Pharma. A pesar de que murió en 1972, su archivo personal continúa existiendo y fue fundamental, como decíamos, para la investigación de Keefe.

Dejando de lado el caso concreto que ha investigado el periodista de Dorchester, el libro llega en un contexto mundial en que las compañías farmacéuticas están tan de actualidad que sus nombres (Pfizer, Astrazeneca, etc.) ya forman parte de la cultura popular de medio mundo, incluso entre personas que nunca habían oído hablar de ellas. A raíz de este protagonismo de los laboratorios causado por la producción en masa de vacunas para la covid-19, se ha producido una guerra a muerte entre creyentes en todo tipo de conspiraciones, que acusan a las farmacéuticas de un montón de planes estrambòtics, y quienes defienden a ojos cerrados la profesionalidad y honestidad de estas firmas multinacionales. En vista de lo que explica el libro de Keefe quizás habría que ser prudente con el negocio farmacéutico y no abandonar la fiscalización pública de estas entidades, aunque en algunos casos se nos pueda empujar erróneamente hacia el segmento de los conspiranoicos.

En nuestro país resultaría del todo imposible que un periodista de investigación (en el hipotético caso de que esta especie existiera) metiera la nariz en un tema tan heterodoxo

Y antes de cerrar las reflexiones sobre El imperio del dolor, recomendando del todo su lectura, no nos querríamos olvidar de hacer una referencia al sistema de notas tan innovador que incluye el libro. Todos aquellos a quienes nos gusta tener una lectura limpia, sin obstáculos por el medio que la dificulten, como son los pies de página, agradecemos las recopilación de todas las notas al final del libro, donde la referencia es simplemente un número de página y el fragmento del texto referido. Ojalá este método se vaya extendiendo.

Antes hemos hablado del concepto conspiranoico, tan de moda en nuestros días. Ahora viene al pelo por un trabajo poco conocido de Keefe, como es la investigación profunda que ha llevado a cabo para intentar demostrar que la canción de la banda de heavy metal Scorpions titulada Wind of Change no había sido escrita por su letrista habitual, Klaus Meine, sino por la CIA dentro de un plan para desestabilizar la URSS. Por extraña que parezca la hipótesis, alguien tan prestigioso como Keefe consideró que la historia merecía la pena y dedicó muchas horas a reseguir las pistas, que empezaban precisamente con la confesión que le hizo un miembro de los servicios secretos americanos. Al no encontrar una demostración concluyente de que la filtración fuera cierta (ni que fuera mentira, hay que decirlo), el libro que tenía previsto hacer sobre el particular acabó mutando hacia un podcast que está a disposición de todo el mundo. Es muy importante poner este asunto sobre la mesa, porque en nuestro país resultaría del todo imposible que un periodista de investigación (en el hipotético caso de que esta especie existiera) metiera la nariz en un tema tan heterodoxo. Catalunya, plantel excepcional de idiotas que nos quieren demostrar que las conspiraciones no existen a partir de repetir que sí pisamos la Luna y que la Tierra no es plana, hubiera etiquetado Keefe de conspiranoico y lo hubiera desterrado de los medios de masas. Para un servidor, conspiración es aquello que hizo Volkswagen para ocultar las verdaderas emisiones de sus coches, aquello otro que sirvió para culpar sin pruebas a un aceite de escasa calidad de haber causado una gran epidemia en el Estado o aquello de incendiar una sala de fiestas de moda para aniquilar el anarquismo durante la Transición. Y de estas, hay muchas que convendría estudiar, pero el papanatismo de la sociedad catalana actual donde cualquier disidencia de las versiones oficiales es tildada, como decíamos unas líneas atrás, de conspiración apacigua toda posibilidad de conocer verdades ocultas. Y el poder, muy contento de sus súbditos, que se encargan ellos solitos de mantener a raya los díscolos.

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