Dios no juega a los dados, y menos con Catalunya

En los artículos publicados hasta ahora me he esforzado en intentar justificar que los problemas que hoy retan al país no son nuevos. Se vienen incubando hace tiempo. Y por eso se han convertido en estructurales.

Desde pequeño veraneé en Francia -e iba a menudo-, a Perigord, a casa de mi tío. Siempre me inquietó la diferencia abismal entre un pueblo de Francia y la Barcelona española, que nosotros hacíamos cosmopolita, pero que no podía esconder un atraso secular. La envidia era enorme. Pero resulta que desde 1986 -momento en el que España se incorporó a la entonces Comunidad Económica Europea (CEE)- la convergencia aconteció patente. Y rápida. Los hábitos y las actitudes de los catalanes y de sus gobernantes hacían pensar que íbamos bien. Pero a principios del milenio, y de forma bastante repentina, me pareció que nos apoltronábamos y que nos invadía una autosatisfacción que acabaría matándonos. Incluso publiqué un libro. La década de los 90 había sido magnífica económicamente y, pobres de nosotros, estábamos ufanos de sentir que habíamos "situado a Barcelona en el mapa" -como si, hasta entonces, hubiéramos necesitado una brújula para poder llegar a casa-. Además, nos habían convencido de que las olimpiadas (que no son más que un tipo de fiesta mayor de Sants, pero al por mayor) habían constituido una tarea ímproba barcelonesa, solo equiparable a un poner un hombre a Marte. Personalmente, encontraba el entorno injustificadamente hinchado y pagado de sí mismo, sobre todo cuando se constataba que la distancia que nos separaba de Europa era tan y tan grande, todavía.

Desde principios de los 2000, denuncié el vicio catalán de atribuirse como grandes triunfos permanentes aquello que son éxitos, a menudo simulados, muy temporales. O caer en espejismos de pifias estratégicas sonadas, como el enorme error de convertir a Barcelona en un tipo de Río de Janeiro del sur de Europa. También aproveché para denunciar que estábamos ante un ufanismo que nos abrazaba de manera demasiado amplia. Tanto sociológicamente como económicamente. Estábamos encantados de conocernos. El error de pensar que determinada industria catalana, como por ejemplo la del cava, era una industria ejemplar y de gran proyección -cuando no era más que una enorme tomadura de pelo, caciquil y mayoritariamente irregular-. Estas críticas, recuerdo, a modo de ejemplo, escritas en 2002, fueron consideradas como una blasfemia. ¿Quieren creer que me llegaron a tildar de anticatalán? Todas estas reacciones, precisamente, me confirmó que, efectivamente, la trayectoria de Catalunya había empezado a estropearse.

Habíamos vivido un periodo brillante de 15 años hasta 2000; a partir de aquel punto, el país fue echando bajo el inefable refrán 'qui dia passa, any empeny'

Bien, y así se cerró lo que yo contemplo como una época: la que iba desde el inicio del proceso que nos hacía converger con Europa (1986) hasta el comienzo de una época de estancamiento no detectado debido a una autosatisfacción ciertamente esnob (2000). Habíamos vivido un periodo brillante de 15 años.

A partir de aquel punto, y durante el primer decenio del milenio, el país fue echando bajo el inefable refrán qui dia passa, any empeny. El final del pujolismo había llevado cierto desbarajuste. Unos gobiernos débiles y de un desmadre e informalidad muy vivas. Como si habiendo puesto a Maragall de presidente se pretendiera expandir y prolongar sine die la frivolidad del ayuntamiento olímpico.

He aquí que, entonces, llega la Gran Recesión. Llámenme inmodesto, pero la literatura internacional -y algunos de nuestros economistas- ya venía avisando de que la economía no iba bien. Y la española (incluyendo a Catalunya, está claro) iba fatal. Maquillada, pero fatal. Viendo el panorama catalán -principalmente las instituciones, sobre todo las municipales, cegadas con la golosina inmobiliaria que les permitía, encima, actuar de manera corrupta con impunidad- me cogió miedo. Sobre todo el 15 de septiembre de 2008 cuando, casualidades de la vida, con toda la familia pasamos por delante de Lehman Brothers y observamos cómo se concentraba la gente allí. Resultaba aterrador que una crisis de aquellas dimensiones nos cogiera en la situación en la que estaba el país, con una administración incompetente, con tendencia de ir a peor, unos políticos que habían perdido empuje, raza y preparación, y una sociedad catalana ufana, totalmente hispanizada, que -querría recordarlo aunque dé vergüenza- daba la culpa de todo a los demás: a los americanos, a los fondos de inversión, a los mercados... a tutti quanti.

Todo el mundo ha pasado por una pandemia imprevista, pero no todo el mundo partía del mismo estatus ni lo ha gestionado con la misma eficacia

No hace falta que explique aquí las consecuencias de aquella Gran Recesión que todo el mundo decía que duraría poco. Ahora sabemos qué países -los bien gobernados- actuaron de una determinada manera y qué otros tuvieron que ser intervenidos. Cuáles se comportaron correctamente y cuáles, de paso, estimulados por una prensa mediocre, acusaron a todo el mundo de insolidario, de enviar a los "hombres de negro", etc. ¿Lo recuerdan? ¡Qué vergüenza! Países como Catalunya -de hecho toda España- y Grecia lo pagaron más caro por el simple hecho de haber sido los más irresponsables. De haber querido vivir por encima de las propias posibilidades. Todo el mundo: gobernantes y gobernados. De querer copiar el estilo de vida y de gasto social que, seamos claros, tienen países que, por hora trabajada, producen bastante más que nosotros.

¿Y ahora que? Es como una apertura de Wagner: desde el año 2000, la intensidad de los desastres va in crescendo. Todo el mundo ha pasado por una pandemia imprevista. Pero no todo el mundo partía del mismo estatus ni lo ha gestionado con la misma eficacia -no hablo de los muertos solo, sino de las consecuencias económicas-. Continuaremos hablando de ello.

Més informació
Crónica de una autodestrucción anunciada (y III)
Crónica de una autodestrucción anunciada (II)
Hoy Destacamos
Lo más leido