Opinión

¿Una nación traicionada?

El título de este artículo puede parecer prestado del último libro de Paul Preston ("Un pueblo traicionado. Corrupción, incompetencia política y división social"). No es así. Él habla de toda España y de un periodo relativamente largo. Mientras que este artículo corresponde a mi visión de lo que ha sufrido Catalunya desde la muerte de Franco por parte de los políticos. De mal grado que las causas sean diversas, yo querría centrar el discurso, cargar las culpas, en la clase política. En los elementos -partidos y diputados- que hemos votado a lo largo de los años y que, sin darnos cuenta, han ido conformando un sistema que ha malogrado el país. La población ha ayudado, sin duda. Pero no podía hacer demasiado. La realidad es que globalmente no nos hemos dado cuenta de la colaboración local con los enemigos del país. Pese a cualquier explicación, pues, y a que seguramente es comprensible, los dirigentes políticos acaban teniendo la responsabilidad principal del entuerto.

El problema viene de lejos. De los orígenes de la Transición. De cómo se montó el sistema político a raíz de la muerte de Franco. Y para ver el problema con perspectiva, a lo largo del tiempo, conviene empezar por analizar cómo se han escogido nuestros representantes políticos los últimos más de cuarenta años. Porque se trata de una acumulación de malformaciones. Podríamos decir que si el país fuera solo una estructura física, esta estructura acumula fatiga de materiales. ¿Cómo se ha llegado a este nivel de perversión política acumulada?

Podríamos decir que si el país fuera solo una estructura física, esta estructura acumula fatiga de materiales

Tras la muerte de Franco se quiso dotar el sistema político español -que incluía también las autonomías y municipios- de un sistema electoral de partidos fuerte, queriendo evitar la fragmentación. El origen de la preocupación se fundamentaba en que, al venir de una dictadura, no se quería correr el riesgo de sufrir una debilidad en las estructuras políticas que podían acabar llevando a un fracaso democrático -hecho que, a la larga, ha tenido lugar igualmente, porque de allí donde no hay, no se puede sacar-. En aquellos tiempos, aliñados de un optimismo lógico, no parecía una mala decisión. Solo añadir que no se previó que la solución tenía que ser temporal y que, pasados, digamos, quince o veinte años, era obligatorio revisarla.

El resultado, por decirlo con claridad, es que el sistema electoral que se implantó temporalmente todavía perdura mientras que muchas de las democracias que nos rodean, y ya consolidadas, ya lo han reformado más de una vez. Ahora el Parlament de Catalunya se plantea, una vez más, la reforma de la ley electoral. Me temo que estamos ante una mascarada, como ha sucedido varias veces. Para dejar claras las consecuencias del sistema actual mirémoslo al detalle.

Estamos ante una mascarada, como ha sucedido varias veces

El sistema español (el catalán) tiene dos características importantes que hay que retener permanentemente en la memoria, puesto que se trata de un caso único a Europa:

  • Las listas que se presentan a las elecciones están cerradas y los miembros que las componen los designa cada partido por el método que cada uno de ellos determina.
  • Las listas se aplican sobre circunscripciones muy extensas (la provincia), lo cual quiere decir que las listas son larguísimas. Cosa que también impide la posibilidad de convertirlas en abiertas, donde el elector pueda marcar el candidato preferido. Si se implementara esta opción el hecho constituiría una falacia evidente, puesto que a la mayoría de los candidatos que conforman las listas no los conoce ni su madre.

Estas características generan inevitablemente dos consecuencias inmediatas que, proyectadas a lo largo del tiempo, son letales, ya que crean unos vicios y promueven unas insensibilidades remarcables. La población ya se ha acostumbrado a la aberración. Y los políticos, no hace falta decirlo.

  • Las listas cerradas hacen que los candidatos se deban de al partido y, más concretamente, a la dirección. Si no van en la lista no tienen escaño. Y no cobran. Por lo tanto, su obsesión no será nunca dejar contento al elector, el verdadero "cliente", sino a la dirección del partido. Porque el escaño no les viene otorgado por el votante, sino por el partido. El votante solo ratifica la designación que ha hecho el partido. Un tipo de referéndum. No hay escapatoria

El votante solo ratifica la designación que ha hecho el partido. No hay escapatoria

  • Por si no había suficiente, la gran circunscripción (la provincia) hace que se mezclen intereses del elector en un tipo de totum revolutum. ¿Qué tendrán que ver las inquietudes del agricultor del Delta con las del operario de una de las múltiples industrias químicas del Tarragonés, o los de un chiringuito de Cambrils? Las tres áreas de la demarcación electoral de Tarragona. A menudo los intereses son diferentes y contradictorios. ¿Quién los representa? Este desarraigo estimula una falta de interés electoral que refuerza el sentimiento generado que comento en el punto anterior puesto que se desconocen las aspiraciones del votante. Si el votante no me aporta nada (no puede decidir) y el partido me garantiza la silla, no hay que romperse los cuernos. El pasotismo está servido.

En la mayoría de países bien gobernados este hecho no tiene lugar. Las circunscripciones son pequeñas. A veces tan pequeñas que solo representan un escaño, un diputado. Y este es el punto que se tiene que resolver. De lo contrario, el enemigo lo tenemos dentro de casa. Ya hablaremos.