Trabajar, hacer faena y jubilarse

Ignoro si ustedes se han fijado nunca. Cuando alguien te dice que está muy ocupado y que no tiene tiempo para atenderte, o bien es que estás ante un gran incompetente - que no sabe gestionar el trabajo que ha llevado término - o bien se trata del típico fantasma pretencioso. A menudo las dos cosas. La gente que realmente hace cosas importantes nunca te da esta respuesta. Siempre encuentra un agujero para atenderte. Del mismo modo, aquel que dice que trabaja de lo lindo y que llegar donde ha llegado le ha costado un gran esfuerzo, acostumbra a ser aquello que nuestros padres decían un cantamañanas. Recuerdo que cuando vivía en Río de Janeiro una de las aficiones de los fines de semana consistía en buscar restaurantes de buena cocina popular en las favelas. Un día, en la mesa común donde se comía, se me enganchó un individuo que me explicó su vida y milagros. Insistía mucho en decirme que siempre había trabajado muy duro. Me puso la cabeza como una perola. Al marchar de lo que podríamos denominar restaurante, el amo dijo que aquel payo era un holgazán. Un cantamañanas al que todo el mundo ya le tenía tomada la medida.

Esto saca a colación el hecho de que este mes de abril me tocaría, reglamentariamente, jubilarme. Cosa que, en ningún caso, pienso hacer. Nunca he entendido esta obsesión por dejar de trabajar. Desde mi punto de vista, solo se explica por dos posibles motivos. Uno es debido al hecho que el oficio comporte un esfuerzo elevado o un sacrificio que no se pueda alargar demasiado en el tiempo. El ejemplo característico era el del maquinista de ferrocarriles en la época de las máquinas de vapor. El esfuerzo era intenso, el entorno desagradable y, a menudo, implicaba estar fuera de casa. Por eso en la mayoría de países este oficio comportaba, no únicamente jubilarse religiosamente, sino hacerlo a la cincuentena. La minería es otro ejemplo. O sea que un motivo sería el desgaste que comporta un trabajo específico. El otro motivo de la prisa por jubilarse solo me lo explico cuando el trabajo que haces no te gusta. O estás a disgusto en el entorno. En este caso, siempre he pensado que es una tragedia. Que no te guste el trabajo que haces es una maldición.

En los países cuerdos siempre se procura que el trabajo que uno lleva a cabo no signifique diluir, ni que sea parcialmente, aquello que han hecho los precedentes. De este modo, la cadena en el tiempo va edificando cosas

En nuestra casa, antes de que la afición por haraganear por las terrazas de bar calara en la cultura popular, siempre se había entendido que no era lo mismo trabajar que hacer trabajo. Y el hecho continúa siendo la línea que dirime las sociedades avanzadas de aquellas que no lo son -o que no lo son tanto-. Un ejemplo lo tenemos en aquella pareja de trabajadores donde uno de ellos hace agujeros y el otro los tapa inmediatamente. ¿Trabajo desarrollado? Mucho. ¿Trabajo hecho? Cero. En los países cuerdos siempre se procura que el trabajo que uno lleva a cabo no signifique diluir, aunque sea parcialmente, aquello que han hecho los precedentes. De este modo, la cadena en el tiempo va edificante cosas. No es el caso entre nosotros, donde un exceso de pretensiones creativas -generalmente de un tarambana que ofende- comporta un desprecio por el trabajo hecho por los que han pasado antes. Estamos ante, de forma parcial, aquello que decía de hacer agujeros y taparlos. El límite lo encontramos en el trabajo legislativo. Las nuevas leyes intentan romper con el pasado, por la razón que sea. Así nos encontramos con reformas educativas y laborales múltiples, récord mundial en esta especialidad -está claro que, en este caso, encima del vicio que menciono hay que añadir la enorme, la descomunal, gandulería e incompetencia de los diputados-.

La gran desgracia consiste en considerar el trabajo como una maldición. Las religiones han contribuido a la consideración que tienen del trabajo las diferentes sociedades. En un extremo tenemos el protestantismo -el cristianismo que cree en el esfuerzo para redimir los pecados-, el judaísmo -por primera vez una religión sentenció que el hombre tenía derecho a disfrutar de los frutos de el mismo trabajo-, el catolicismo -el cristianismo que dice que con la confesión se puede volver al Paraíso y emular a Adan y Eva, es decir, a no hacer nada- o el islam -donde poco importa el esfuerzo, puesto que al morir vivirás en un paraíso con ríos de leche y miel-. No hablamos del budismo, con un fatalismo que lleva donde lleva independientemente del esfuerzo.

La verdad, nunca he entendido esta obsesión por no trabajar. O por dejar de hacerlo. Me pregunto por qué el hombre primitivo movía piedras para construir cosas -los dólmenes son paradigmáticos-. A aquel individuo nadie lo remuneraba por nada. Tampoco intentaba ahorrar para la jubilación. Y es que el impulso de la especie humana -de hecho, de cualquier ser vivo- consiste en trabajar. De lo contrario, ¿qué haces? Demasiado a menudo, con la jubilación empieza un tipo de dolce far niente que, como no es esporádico, al haberse convertido en estructural, es causante de gran número de problemas. Cuando uno no gasta el tiempo haciendo cosas útiles, la cabeza se le llena de tonterías. La banalidad deviene inevitable.

Nota – De los 329 millones de euros que la SEPI ha destinado a Catalunya para el rescate de empresas, 274 (el 83%) han ido a dos empresas del sector turístico. Ustedes mismos.

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