El Twittanic

Si habéis tenido un blog ya sabéis qué cuesta mantener el ritmo y la calidad de las publicaciones. Los más jóvenes quizás ya no los recordáis pero antes de que hubiera redes sociales había blogs, espacios de libertad donde un autor escribía lo que le daba la gana y se comunicaba con sus lectores vía los comentarios que le dejaban. Recuerdo haber creado y mantenido diferentes blogs a lo largo de los años (el primero en 1998) y también recuerdo la pereza infinita de publicar apuntes una vez pasada la novedad.

Debía de ser alrededor del 2004 que para poder compatibilizar el deseo de explicar historias con el de la pereza a alguien se le acudió el concepto de los "asides" (al margen) o "miniposts" (miniapuntes); apuntes con textos muy breves en el blog con un enlace o una imagen que destacaban entre los apuntes más largos. Cuando un bloguero decidía añadir miniapunts al blog era cuestión de semanas que los minapunts conquistaran el blog y se convirtiera en un Twitter antes de Twitter. Por eso cuando en 2007 el pajarito empezaba a volar con el nombre de Twittr fuimos legión los que empujados por la pereza pasamos a la nueva plataforma. Twittr era el Nirvana de la publicación: corto, sin obligaciones y mucho más interactivo. Y encima era móvil (enviando SMS a un número de Gran Bretaña con el Nokia). En aquella época sus creadores lo denominaban plataforma de mini-blogging, definición de la que después renegarían.

"Sin las tecnologías de la información y la comunicación no habría Wiquipedia, Uber, Twitter ni YouPorn, pero tampoco el resurgir del creacionismo, del tierraplanismo y de las epidemias por el movimiento anti-vacunas"

Los tuits tienen una cosa que los miniapuntes no tenían: el azúcar. Cada vez que alguien nos hace un retuit, un me gusta, una mención o nos responde a un tuit al cerebro se activan los mismos mecanismos de gratificación instantánea de cuando comemos golosinas. Y de aquí llora la criatura.

El martes se encontraban en el TED su director Chris Anderson, la responsable de actualidad Whitney Pennington Rodgers y el cofundador y presidente de Twitter Jack Dorsey para hacer un Quo Vadis Twitter. La conversación, que fue de todo menos amable, se puede resumir en dos titulares muy contundentes: "Estamos todos en este fantástico viaje con usted a bordo del Twitànic" y "Que cuesta sacar los nazis de Twitter?". Chris Anderson no se mordió la lengua mientras Jack Dorsey echaba pelotas fuera como podía. Sin concretar demasiado hablaba de los éxitos de sus algoritmos de aprendizaje máquina a la hora de detectar acoso y discursos de odio. Según Dorsey el 38% de los tuits abusivos son detectados por los algoritmos que los pasan a los humanos para que los revisen. Hace un año era el 0%. A pesar de que progresa adecuadamente pero no hay bastante; según un estudio de Amnistía Internacional basado en inteligencia artificial, cada 30 segundos una mujer recibe un tuit abusivo, cada 10 segundos si la mujer no es blanca.

Paradójicamente, la tecnología que nos tenía que unir a todos es la misma que nos segmenta, nos etiqueta y acaba cerrándonos en nuestra burbuja; la que tenía que servir para difundir información y conocimiento es la misma que difunde desinformación y fake news. Sin las tecnologías de la información y la comunicación no habría Wikipedia, Uber, Twitter ni YouPorn, pero tampoco habría un resurgir del creacionismo, del tierraplanismo y de las epidemias de sarampión fruto del movimiento anti-vacunas.

Por casualidades de la vida, el pasado domingo volví a ver Titanic, la historia de una pandilla de gente rica encantada de haberse conocido que ignoraba que el barco iba rumbo hacia un iceberg, y la de una tripulación plenamente consciente que tenían un problema que no podían resolver; cambiamos Titanic por las redes sociales y tripulación por Silicon Valley y ya tendríamos el Twittanic de Chris Anderson. Y nosotros encantados de habernos conocido.

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