Opinión

La pobreza de las naciones

Siempre he pensado que no existen los países pobres y los países ricos. Hay países bien gobernados, con un grueso humano muy organizado -entonces el país se hace rico- y países mal gobernados, con una población perfectamente desorganizada -entonces, el país se convierte en pobre-. Las riquezas naturales cuentan muy poco. Venezuela tiene los recursos energéticos gratis. Alemania los tiene caros. ¿Y? ¿Es rica Suiza en cacao? No. ¿Entonces?

El esplendor de la Catalunya moderna, la del periodo de la Renaixença, fue fruto de la coincidencia de varios factores. Una riqueza privada acumulada importante, una magnífica formación bruta de capital, que provenía de la aventura americana. Además se sumó una riqueza recurrente generada por la actividad, a gran escala, del sistema productivo estructurado durante la Revolución Industrial - quiero decir que se fabricaban y se vendían productos en cantidades ingentes -. Pero además, y de manera muy oportuna, se aunó la acción política. Un nuevo movimiento, el catalanismo, que tenía como objetivo, como gran virtud, la regeneración de la clase política -erradicación del caciquismo político y de la corrupción-. Y esto comportó unos gobernantes, salidos de esta regeneración, tremendamente eficaces. El paradigma catalán político fue el señor Prat -que es cómo lo denominaban entonces-. Me refiero a Enric Prat de la Riba. El impulso de todo fue de tales dimensiones que, en buena parte, el país de hoy todavía tira de la rifeta de aquella época. Prueben de hacer la lista: teléfono y telégrafo, el Institut d'Estudis Catalans (con Pompeu Fabra dentro), el MNAC, la Escuela Industrial (precursora de la Politécnica), el Hospital de Sant Pau, El Hospital Clínico (Universitario!), escuelas públicas, carreteras, etc. Y, claro, cuando todo esto se juntó y, en el buen sentido, explotó, la expansión llegó a todas las actividades humanas: pintura, arquitectura, escultura, literatura... Y así salen toda una serie de personajes tan y tan remarcables.

Evidentemente, todo impulso organizado de riqueza general (económica y cultural) viaja con efecto retardado. Quiero decir que, si bien los resultados de aquel movimiento se empezaron a manifestar de forma ostensible y general a principios de Siglo XX, el inicio de las actividades que tenían que desembocar en este hecho tan extraordinario que fue la Renaixença y el catalanismo político se remontaba a un cuarto de siglo antes. El comportamiento de las actividades públicas a gran escala funcionan como un condensador eléctrico, como un acumulador. Se caracteriza por la inercia: se carga despacio, pero también se descarga lentamente. Este efecto, esta inercia permite predecir lo que tendrá lugar en los años a venir.

Es evidente que los ayuntamientos se han acontecido en lugares donde parece que vayan a parar los peores de cada pueblo

Catalunya lleva mal gobernada ya hace unos cuantos años. Unos veinte, aproximadamente. Lo lleva indirectamente por el hecho de pertenecer a España. Lo lleva directamente porque los sucesivos gobiernos de la Generalitat, desde que marchó el president Pujol, han sido malos. De mala calidad. Que nadie vea un elogio a los gobiernos Pujol -esto sería materia de otro artículo-. El fenómeno abraza a toda España. No se salva nadie. Catalunya, específicamente, está en periodo de descarga de todo aquello que había acumulado el último cuarto del siglo XX. El contenido del acumulador de que hablaba antes, ya se está acabando. Lo manifiesto porque estamos ante una obviedad que, además, es perfectamente cuantificable. No se ha hecho ninguna obra de infraestructura remarcable (el Túnel de Bracons se inauguró en 2009, pero era una obra ya planificada y arranca como proyecto veinte o treinta años antes), se vive del sistema sanitario diseñado y completamente implantado en los 90, lo mismo sucede con la enseñanza, la política industrial, la política lingüística, etc. A todos los niveles de gobierno. Es evidente que, salvo algunas honrosas excepciones, y gracias a individuos identificables y aislados, los ayuntamientos se han convertido en lugares donde parece que vayan a parar los peores de cada pueblo.

Hacer predicciones, pues, es relativamente fácil. Como, por coletilla, nuestros gobiernos no mejoran, tenemos que estar de acuerdo en que los próximos veinte o veinticinco años serán de decadencia. Y, debido al efecto condensador del que hablaba, habrá que añadir a estos años el tiempo que, a partir de ahora, tardemos en regenerar la clase política -puesto que los efectos, cómo he dicho, tardan a hacerse sentir-. Tranquilos. Que nadie se ponga nervioso. Ser un país de tercera -los de segunda serán los países del Este- no es ningún problema traumático si se pertenece a la Unión Europea (UE) -quiero decir que, situados en Sudamérica, el hecho significaría ser un tipo de Argentina, y eso sí que sería nefasto-. Tenemos que ser conscientes de que tendremos que aparcar las ínfulas que hasta ahora han alimentado nuestro ego nacional. Ni seremos el motor de España -gran obsesión de los amantes de las terceras vías- ni tampoco ayudaremos a hacer que el mundo que nos rodea -empezando por nosotros mismos- sea mejor. Seremos líderes de nada. Algunas cosas mejorarán -aquellas que provengan de Europa- y afectarán a todos los miembros de la UE por igual. Otras, serán peor -todo aquello que dependa exclusivamente de nosotros-.

¿Cómo lo detectaremos y en qué se traducirá todo ello? De hecho, ya hemos empezado a sentir los efectos. Pero de las consecuencias específicas mejor hablamos la próxima semana.