Las cosas fáciles

Mi generación, entre los centenniales y los millennials, quizás no hemos tenido una vida difícil, pero sí que hemos tenido que tomar decisiones difíciles

Jóvenes luchando por un mundo mejor. | iStock Jóvenes luchando por un mundo mejor. | iStock

Una lanza en favor de mi generación. A los de mi generación siempre nos han dicho que hemos tenido todo dado. Que no hemos tenido que trabajar desde pequeños, que hemos podido acceder a estudios superiores en mayor proporción que nuestros padres y que hemos tenido todas las oportunidades que hemos querido para hacer de nuestra vida una absoluta maravilla. Siempre he encontrado inverosímil las personas que dicen esto de en mi época seguido de una afirmación que elogia claramente a su generación respecto a la de los tiempos actuales, despreciando nuestras condiciones por el simple hecho de tenerlo todo dado. De lo que no son conscientes, y creo que esto es importante remarcarlo, es que las condiciones de su época ya no es la de ahora, y que edulcorar un pasado glorioso frente a lo que consideran un fracaso de la generación actual resulta, cuanto menos, sesgado. Es cierto que la juventud de hoy hemos tenido las necesidades básicas mucho más cubiertas que en la época de nuestros padres, y sin duda mejores que las de la generación de nuestras abuelas, criadas entre guerras y dictaduras, donde la libertad era un anhelo que muchas nunca pudieron articular. Pero de ahí a afirmar que lo hemos tenido todo demasiado fácil creo que hay un salto temerario entre lo que creen y lo que es nuestra realidad.

Según Michael Sandel, profesor de Harvard y autor del libro La Tiranía del Mérito: ¿dónde ha quedado el Bien Común?, la meritocracia es un sistema que, lejos de premiar la libertad e iniciativa individual de los miembros de una comunidad, agrava las diferencias sociales y las desigualdades, generando una brecha social mucho mayor entre aquellos a quienes consideramos como ganadores y aquellos a quienes consideramos como perdedores. Lejos de ser un mecanismo que permite una igualdad de oportunidades que contempla a cada persona como válida únicamente por sus méritos y no por sus condiciones materiales (que es lo que nos han querido vender en reiteradas ocasiones desde algunos discursos sociales) , Sandel considera que justamente esta teoría contribuye a la desigualdad, porque invisibiliza algunas barreras, obstáculos y discriminaciones que resultan imprescindibles para medir el resultado final del recorrido vital de una persona.

Los jóvenes de hoy hemos tenido más facilidades para acceder a la educación superior, pero esto no nos hace más inteligentes que la generación de nuestros abuelos, donde uno debía tener una capacidad adquisitiva alta para poder acceder a grados universitarios. Por el contrario, nos pone en un escenario no comparable donde, si premiáramos a los jóvenes por ser más brillantes que sus generaciones predecesoras, no estaríamos sino cometiendo una injusticia comparativa.

Quizás no hemos tenido una vida difícil, pero sí que hemos tenido que tomar decisiones difíciles

Con esto, lo que Sandel procura es destruir lo que conocemos como cultura del esfuerzo. A muchos de nosotros, crecidos durante una de las mayores crisis económicas que ha sufrido nuestro país y nuestro continente, se nos hizo crecer pensando que todo sería fácil y que podríamos vivir mucho mejor que nuestros padres. De repente, de un día para otro, todas estas promesas se esfumaron. A partir de entonces, sólo se repetía que todo costaba mucho, que teníamos que trabajar mucho y que no podíamos pensar que todo nos vendría regalado.

Cuando a los jóvenes se nos acusa de no esforzarnos o “luchar” por lo que queremos, en realidad lo que se nos dice es que no sabemos sacrificarnos y se nos quiere hacer sentir culpables respecto a otras generaciones que consideran que sí se esforzaron (¡y mucho!) por conseguir lo que consiguieron. Pero para alcanzar lo que se conocía como éxito social antes teníamos suficiente con una carrera profesional de renombre, casarnos, tener hijos, una hipoteca de un adosado con jardín y un perro con nombre de jugador del Barça. Ahora, con la diversificación y extremada diversidad de las oportunidades y opciones vitales que se nos abren, nos cuesta incluso saber quiénes somos, a dónde vamos, por qué vamos y, aún más importante, por qué no vamos a otro sitio. Estoy segura de que mi abuela nunca necesitó tantas respuestas, aunque el coste era que tampoco se debía de hacer tantas preguntas. La reflexión del debate público y el relato individual se ha hecho compleja y nuestras ganas de vivir insaciables, lo que hace que, en última instancia, nunca estemos contentos o satisfechos con lo que tenemos en un momento dado. Y eso, por supuesto, dificulta altamente nuestra capacidad de valorar si hemos tenido, o no, éxito o facilidades para hacer lo que hemos querido hacer.

Més info: Progresar, ¿hacia dónde?

Otro autor que habla sobre la cultura del esfuerzo es César Rendueles, sociólogo y autor del libro Contra la igualdad de oportunidades. Un panfleto igualitarista. En el libro, Rendueles explica cómo, desde todas las posiciones ideológicas (pero sobre todo desde la izquierda), históricamente se ha buscado la igualdad como paradigma del éxito social. Sin embargo, la desigualdad propia de las sociedades contemporáneas ha mostrado que lo que el objetivo social que hemos llamado como igualdad de oportunidades se ha convertido en una forma de elitismo que beneficia siempre a los que ya tienen más. Rendueles afirma que hay que buscar una sociedad equilibrada, pero no igualitaria, porque esto sería, como expone Sandel, una forma de invisibilizar unas desigualdades y discriminaciones que, nos gusten o no, forman parte del contexto social en el que vivimos.

Mi generación, entre los centennials y los millennials, quizás no hemos tenido una vida difícil, pero sí que hemos tenido que tomar decisiones difíciles. Somos, seguramente, la generación a la que más expectativas se han depositado, que nos hemos visto más presionados para alcanzar un éxito social cada vez más lleno de títulos y méritos, pero más vacío de cosas tangibles. Quizás por este motivo también somos de las generaciones que más hemos visto más afectados por trastornos de salud mental. Según un estudio de UNICEF, uno de cada siete adolescentes de entre 10 y 19 años tiene un problema de salud mental diagnosticado, la mayoría de ellos depresiones o ansiedad.

Nos hemos comprometido desde la conciencia del privilegio que tenemos con respecto al resto de la sociedad. Nos hemos unido a causas sociales, nos hemos movilizado y hemos apostado por lo que creemos que es la forma justa de hacer las cosas. Todo con la conciencia de que el sueño de éxito que prometieron un día a nuestros padres, para nosotros se esfumó hace muchos años. Si la generación de los abuelos luchó por sobrevivir y ofrecer un mejor futuro a sus hijos, y la de nuestros padres trabajó jornadas inacabables para poder darlo todo, la nuestra ha estudiado mucho para poder hacer del mundo un lugar mejor dónde vivir juntos. Y eso, señoras y señores, tampoco es (ni será) fácil.

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