El impuesto sobre las emisiones de CO2 de los vehículos

Estos últimos días se ha sabido que, en el marco de la negociación presupuestaria, el Gobierno catalán ha propuesto implantar un impuesto sobre las emisiones de CO2 de los vehículos. Aparentemente, es una contrapartida a la negativa aumentar otros impuestos, como el IRPF, sucesiones o patrimonio, y se prevé que esta nueva figura impositiva recaudará de la orden de 77 millones de euros. Bienvenido sea cualquier instrumento que contribuya al acuerdo presupuestario que tanto necesita el país. Con aún así, me parece que hay que hacer unas precisiones sobre la oportunidad y la bondad de este nuevo impuesto.

En primer lugar, y considerando totalmente necesario el progresivo despliegue de una fiscalidad ambiental, no parece que la forma más adecuada y coherente sea ir inventándose figuras impositivas cada dos por tres para hacer cuadrar los números del presupuesto o para contentar los socios parlamentarios. Desde el Gobierno catalán ya se han impulsado otros impuestos similares -impuesto sobre la energía nuclear, sobre las emisiones de los aviones- que, además de su grado de bondad específica, dan más bien la imagen a la población de un cajón de sastre que emula la bóta de Sant Ferriol.

Porque, y en segundo lugar, a diferencia del resto de impuestos, la fiscalidad ambiental no aspira a recaudar el máximo, sino el mínimo. En la medida que se graban consumos, compras o actividades que se quieren penalizar para reducirlas o eliminarlas, el éxito de un impuesto ambiental se medirá no por el importe recaudado sino por el nivel de disminución de la base imponible, es decir, del impacto ambiental de las actividades grabadas.

En tercer lugar, puestos a grabar los vehículos, quizás el CO2 no es el parámetro más adecuado. Evidentemente que tiene un impacto en el calentamiento global que hay que mitigar, pero la urgencia en nuestras ciudades y áreas metropolitanas es reducir la contaminación que afecta directamente la salud de las personas. Es decir, principalmente las emisiones de micropartícules y de óxidos de nitrógeno. Además, con la penalización del CO2 se da un mensaje poco inteligible, en la medida que los vehículos diesel emiten algo menos que los de gasolina –por eso las medidas europeas que Volkswagen y otros fabricantes han procurado burlar- pero, en cambio, generan muchos más óxidos de nitrógeno y de micropartícules.

Y una reflexión final. Los vehículos más contaminantes son, por regla general, los más antiguos, que a su vez son los que están en las manos de todos aquellos que hasta ahora no han tenido suficientes recursos para renovarlos. Desde una óptica progresista, hay que vigilar los efectos no deseados de determinadas decisiones. En este caso, habría que articular una política de incentivos –fiscales y no fiscales- bastante potente y duradera para no penalizar en exceso las personas con menos recursos.

Es cierto que todas estas medidas y carencias fiscales no son más que el fruto de la situación excepcional que vive el país. Pero tan pronto superamos esta excepcionalidad y disponemos de plena capacidad para implantar una fiscalidad ambiental propia, hará falta que repensamos todas las medidas emprendidas hasta ahora y las complementamos o corregimos de acuerdo con la finalidad última de la fiscalidad ambiental, que no es sino incentivar los comportamientos respetuosos con el medio ambiente.

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