Voluntades digitales: las fotos que no verán nuestros bisnietos

Este viernes se celebra en Barcelona una jornada sobre las voluntades digitales al pelo de la ley que impulsa el Parlamento de Cataluña que regula el tratamiento de contenidos y archivos digitales en caso de muerto de las personas. La ley permite que una persona pueda manifestar qué tiene que ser el destino de sus datos o bien designar una persona encargada de ejecutar su voluntad.

Sabemos transitar bien por el mundo físico pero no tanto por el digital. Se puede dar la paradoja que una persona muera físicamente pero que siga viva en la red. Os habrá pasado que Facebook os va recordando año tras año el aniversario de algún amigo vuestro ya traspasado.

Esta señora que ven en la foto es mi tatarabuela Anna. Ella y sus doce hermanos eran hijos de hace falta Fraile de Comabella en la Segarra en Lleida. La foto es de finales del siglo XIX y tiene un indudable valor documental —toda foto de aquella época tiene— y por sus centenares de descendentes, además, un valor sentimental.



Probablemente esta foto es la única que se hizo mi tatarabuela en toda su vida y seguro que hacerse el retrato fue una de sus experiencias vitales. En aquel tiempo ir a hace falta retratista era un acontecimiento excepcional en la vida de una persona; sentar inmóvil 10 minutos ante un aparato extraño que te mira con un señor escondido detrás, que es a la vez ingeniero y artista, debía de ser una experiencia entre mágica y esfereïdora. He probado de buscar el equivalente actual y no se me acut nada equiparable que sea legal (la realidad virtual no me sirve).

Además del valor material (objetivo) y del sentimental (subjetivo) la fotografía trae enganchada una información —metainformació— que no es accesible a todo el mundo y que es muy difícil de cuantificar: quién la encontró, en qué sido, en qué cajón, con qué otras fotos, quién me hizo la copia en papel; una metainformació que también tienen libros, diarios y discos de vinilo y que inevitablemente se pierde en el proceso de digitalización.

Entre la única foto que se hizo mi tatarabuela y las 10 de media que hacemos cada día con nuestro móvil han pasado 120 años y dos revoluciones industriales: la eléctrica de finales del siglo XIX —la segunda— y la electrónica de los años 60 del siglo XX —la tercera—; dos revoluciones que han acelerado el tempo del desarrollo tecnológico, especialmente la tercera.

La tercera revolución industrial empezó en 60 del siglo XX y los ordenadores de la NASA nos permitió mirar el mundo desde la Luna; a los 70 los ordenadores personales cambiaron la manera de explicar el mundo con el copiar y enganchar; y en los 90 Internet nos conectó a convirtiendo el mundo en un pueblo grande.

Este escenario ha comportado una convergencia de los medios de comunicación, de la electrónica de consumo y de las redes de telecomunicaciones; radio, tele, cine, prensa, teléfono, walkman, vídeo y redes se han digitalizado en una cosa que decimos Internet y se han sustanciado en otra cosa que decimos móvil. Como resultado los canales de tele se han vuelto apps, los programas de radio podcasts (un día hablaremos de los indicadores horarios), los teléfonos ordenadores y nosotros nos hemos convertido en medios de comunicación. Somos el que publicamos.

Escribo sobre mi tatarabuela porque tengo una foto que me llega desde el siglo XIX y que alguien encontró en un cajón. Suponiendo que mis tataranietos tengan la tecnología necesaria para ver mis fotos (no está claro, probáis de mirar fotos almacenadas en CDs de hace sólo 10 años) la nueva ley de voluntades digitales los tendría que permitir que después de pasar de generación en generación los llegaran.

El que no está tan claro es que mis tataranietos tengan ni el tiempo y las ganas para ver las 10 fotos al día de media que cada uno de sus 16 tatarabuelos haremos cada día de aquí hasta que nos morimos.

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