El golpecito a las espaldas

Las reglas de juego no son las mismas para las empresas que son gestionadas con criterios éticos. Estas sufren los agravios competitivos instil·lats por los negocios indolentes, de aquellos que no tienen un mínimo comportamiento. El balance no puede ser más desconcertando. Cuanto más se acoplan los valores de la responsabilidad en aquellas empresas más comprometidas con el entorno y las personas, por el contrario, crecen las malacures en aquellas industrias en que se delgada la consecución de unos objetivos, sean qué sean las maneras de lograrlos.

La Administración pública tendría que ejercer como ecualizador. Abstenerse de hacerlo es el mismo que admitir, como buenas prácticas, el desinterés social y la gasiveria por parte de los ejecutivos más llibertins. Hay que estimular el miramiento por los códigos éticos y la formulación de directrices especialmente primoteres con las personas. El sistema no puede dimitir de sus obligaciones y tiene que incentivar los modelos de excelencia. Y esto no se está donante.

En la farsa olímpica sólo meritan las posiciones de podio y nunca se tienen en cuenta los esfuerzos de todos y cada uno de los competidores, salvo que crucen la línea de meta arrastrándose y hagan suficiente lástima. El mismo pasa en el mundo de la empresa. Parece que sólo merecen el aplauso aquellos que exportan más y aquellos que han presentado mejores cuentas de resultados. Cómo si las buenas prácticas fueran intangibles que nunca vienen a cuento. Cómo si la estética de los balances y los vestidos caros fueran el único que seduce los decisors de la cosa pública.

A menudo nos embeben informaciones lamentables en que las divinidades políticas visitan esta y aquella otra fábrica, todo deslumbrados por la presunción y el glamour de sus directivos. Escenificado el recorrido por las instalaciones, en las inevitables declaraciones a la prensa se enumeran los méritos de la marca y el consejero de turno se vanta de tener aquella empresa en los límites de su demarcación. Demasiadas veces, tanto se vale los códigos éticos y las maneras de hacer.

La cultura de empresa no está de moda. Las empresas discretas, las que se esfuerzan sin recompensa, las que llegan arrastrándose a la meta, no reciben aquel bálsamo de la visita egrègia y la irrupción de coches oficiales. Las élites políticas se deleitan al festejar los líderes de la competitividad empresarial sin darse cuenta que el auténtico liderazgo es el de aquellos que hacen las cosas a conciencia, sin esperar el golpecito a las espaldas.
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