Trabajo y familia, el difícil equilibrio

Hace años existía un modelo familiar muy concreto donde el hombre trabajaba y la mujer tenía cura de los hijos y la casa. Más allá de discutir si era un modelo más o menos válido, el cierto es que, de unos años cabe aquí, las mujeres hemos entrado con fuerza al mercado laboral, ocupando lugares de diversa responsabilidad, y los hombres han decidido que no quieren quedar apartados del día a día de su familia. Todo ello ha llevado a ir igualando los papeles del hombre y la mujer tanto dentro de la familia como dentro del ámbito laboral. A pesar de que, como partidaria de la igualdad que me considero, tengo que decir que todavía queda mucha, muchísimo trabajo para hacer.

En todo caso, hayamos hecho más o menos deberes, el cierto es que nos encontramos ante un modelo social diferente del que los horarios, y el ritmo de la sociedad, no parecen haberse adaptado.

Podemos hablar de simple conciliación laboral, de horarios flexibles que permitan, a hombres y mujeres, concentrar sus horas de trabajo para poder dedicar tiempo a los suyos, pero es que la sociedad, cuando menos la de casa nuestra, no acompaña.

Se llama que, por comienzos del 2017, el Parlamento de Cataluña prepara una ley que cambiará los horarios laborales a que estamos acostumbrados hasta ahora, y que los acercará al modelo otros países europeos como Francia o Suecia. Por supuesto, se trata de un cambio grande que afectará no sólo las empresas, sino también los horarios escolares y los establecimientos comerciales.

En según qué trabajos, hablar de conciliación laboral es una utopía, porque si trabajamos en una inmobiliaria, en una tienda de víveres o, como es mi caso, en el mundo de la salud; y si, además, el negocio en cuestión nos pertenece o depende fuertemente de nuestro trabajo, no podemos cerrar la paradeta a las cinco en ares de nuestra vida familiar cuando vivimos en un mundo donde las tiendas abren a las cinco de la tarde y cierran a las ocho.

No podemos pedir a nuestros clientes que lo dejen todo para venir a ver pisos o a comprar arroz de diez a once de la mañana, porque ellos también se encuentran sujetas en el ritmo horario de nuestro país y condicionados a venir a mediodía o después de las ocho de la tarde. Vivimos en un país donde muchos trabajos no acompañan a estar en casa antes de las siete.

Por otro lado, los hijos no se educan sólo. Y educarlos es mucho más que poder pagar alguien que tenga cura; educar es estar, pasar tiempos juntos para poder crecer, para poder dar ejemplo, para conocer y dejarse conocer. Los años pasan rápidamente, y la infancia de los hijos no la podremos recuperar.

Hace años que admiramos los horarios del mundo anglosajón por la manera como permiten, por sí mismos, y sin plantear soluciones temporales, una conciliación general de la vida laboral con la familiar. El que hasta ahora era una utopía, y que parece una carencia visible de modernidad en nuestro país puede cambiar, pues, si la ley que quiere proponer el Parlamento sale adelante; seguro que le espera un camino lleno de trabas, pero por el bien de nuestra salud familiar, esperamos que pronto sea una realidad.
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