¿Cuál era la pregunta?

Cuando la semana pasada la Juana Dolores le espetaba a Xavier Grasset el ¿Tú cruces que a mí me importa mi libro?, muchos debían de ver el reverso del mítico Yo he venido aquí a hablar de mi libro que Francisco Umbral dirigió a Mercedes Milá en el año 92, precisamente el mismo año que nacía la poetisa del Prat de Llobregat.

Pese a ser opuestas, son respuestas que ponen de manifiesto el mismo problema: la falta de acuerdo en la pregunta. Si no hay pregunta compartida, quiere decir que se llevan temas diferentes, y, por lo tanto, no hay posibilidad que el diálogo sea del gusto de las dos partes.

Una cosa así pasa en la política. Tiene un grave problema de falta de acuerdo en la pregunta, que no es sinónimo de la crítica clásica de qué todos los políticos son iguales. Es la ausencia de pregunta, lo que explica por qué casi la mitad de los votantes decidió ir a hacer el vermut o esparcir la niebla antes que poner una papeleta en la urna.

Lo explicaré desde un ejemplo de marketing. Entre las cervezas más vendidas, las diferencias son mínimas: están tan ajustadas al gusto de la mayoría que lo único que las puede diferenciar es el marketing, es decir, la propuesta de valor y el posicionamiento de mercado que la publicidad pueda generar. Este poder de la marca se acentúa en determinados segmentos de coche, y encontramos que automóviles con exactamente las mismas prestaciones -porque salen del mismo fabricante- pero con ligerísimos cambios accesorios, tienen precios muy diferentes si se llaman Skoda o se llaman VW o Audi. Pero tanto la cerveza como el automóvil, cuando se han adquirido, responden a la pregunta básica que el consumidor se hacía antes de comprar: sirven para lo que sirven y tienen el uso que tienen. Y por eso, la gente consume una opción o la otra. Porque responden.

Si no hay pregunta compartida, quiere decir que se llevan temas diferentes, y, por lo tanto, no hay posibilidad que el diálogo sea del gusto de las dos partes

Ahora imagináis que la cerveza que compras tiene gusto de agua, o el coche lleva una climatización de narices, pero las ruedas no están pensadas para ser movidas por el motor. Aquí habría una alteración de la pregunta: el consumidor se preguntaba por el alcohol recreativo o la movilidad, y la marca para generar ingresos con productos menos arriesgados.

Un poco, esto es lo que está pasando. Como la lógica del mercado se ha comido la política ya hace tiempo, la diferenciación entre las opciones más mayoritarias es fruto básicamente de operaciones de marketing. Sin darnos cuenta, los votantes -tratados como consumidores- hemos ido aceptando la narrativa de supuesta diferenciación de marcas. Digo supuesta, pero no inexistente: diferencias, claro que hay, pero no las que dice el marketing. Y similitudes también las tienen, más de las que la publicidad política puede maquillar.

Pero la cuestión que puede ayudar a recuperar la confianza en la política no es, en mi opinión, más marketing, o que las propuestas sean mucho más diferentes, sino ir un poco atrás en el razonamiento y ganar claridad sobre cuál es la pregunta -o preguntas- que la política y los políticos vienen a responder. Es decir, que del mismo modo que si un coche tiene que poderme mover, no tiene sentido que alguien me ofrezca un artefacto inmóvil, tampoco tiene sentido una política que responda a preguntas que no me interpelan.

Hay desafección porque no sabemos a qué estamos respondiendo. La clase política actual es experta en estimular las reacciones -¡Que viene el lobo!- pero se demuestra bastante incompetente cuando se trata de hacer un diagnóstico riguroso de lo que está pasando y de las preguntas que se nos plantean cómo sociedad. Cada banda (de derecha a izquierda, de independentismo a españolismo) ha decidido prescribir tratamientos a los "problemas" desde un desconocimiento culpable de la realidad, sin tener ni idea de qué es lo que hay que tratar, guiados únicamente por los intereses partidistas electorales y patrimonializando colectivos vulnerables (los de su gusto, a partir de preferencias de afinidad cultural, ideológica, de clase o religiosa), con actitudes cínicas que abonan el terreno para propuestas básicamente simplistas, polarizantes y peligrosas.

Como que la lógica del mercado se ha comido la política ya hace tiempo, la diferenciación entre las opciones más mayoritarias es fruto básicamente de operaciones de marketing

Dicho raso y corto: el problema de la política es que el bien común ha desaparecido como pregunta, y solo se plantea la proposición de bienes particulares. El mercado no tiene moral, y la política se ha hecho mercado. Si muchos políticos conocieran bien las causas que dicen defender, quizás no dirían algunas de las cosas que dicen y no harían propuestas que no tienen ningún sentido.

Para mí, la política tiene que responder a dos preguntas: cómo vivir juntos (bien común) y cómo vivir bien (bien particular). Las dos apuntan a dos bienes que son necesarios al mismo tiempo por la vida en sociedad: tenemos que aprender a convivir, y todos juntos queremos vivir mejor. Pero convivir a cara de perro es un tormento, y vivir a cuerpo de rey sin convivir es imposible y peligrosamente excluyente.

Cómo convivir, y cómo vivir bien. Desgraciadamente, nos hemos olvidado de la primera pregunta. Y centrarnos solo en la segunda está legitimando un tipo de narcisismo que empuja a no ver la necesidad de hacer renuncias particulares para construir una casa genuinamente común.

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