Chalecos amarillos y fiscalidad ambiental

La llamada revuelta de los chalecos amarillos en Francia es uno de aquellos fenómenos que ha sorprendido propios y extraños, pero que hace mucho tiempo que se ha ido empollando y ahora parece estallar inesperadamente. De manera similar a otros países -desde los Estados Unidos hasta el Inglaterra o Italia-, aparece el descontento de los grupos sociales más perjudicados por una globalización que se ha acelerado y se ha hecho más penetrante con la crisis de la última década.

Si hay un elemento universal en todas estas manifestaciones de descontento es la creciente desconfianza hacia la establishment político, lo cual da oportunidades a nuevos liderazgos al margen de los partidos políticos tradicionales –Trump, Macron-, hace emerger fuerzas de nuevo cuño -M5 stelle y Lega, Podemos y C's- o crea cuestiona los grandes fundamentos del sistema político y económico vigente, como la Unión Europea. A menudo, se traslada este descontento con los partidos de toda la vida hacia la las formes de la democracia liberal y se cuestiona que esta sea la mejor forma de defender los intereses de la gran mayoría de la población. De aquí al auge de la extrema derecha sólo hay un paso.

Añoranza de un pasado que no volverá

Otro elemento casi universal en estos movimientos es la añoranza por un pasado mitificat y el deseo de devolver a base de cerrar fronteras, sea a los inmigrantes –una de las grandes razones del Brexit y uno de los atots de Trump- o a los productos foráneos, con lo cual las tentaciones proteccionistas empiezan a emerger entre los países de más grandes dimensiones y con más capacidad potencial de autosuficiencia, como los Estados Unidos.

"Las tentaciones proteccionistas empiezan a emerger entre los países de más grandes dimensiones y con más capacidad potencial de autosuficiencia"

En este sentido, también quedan cuestionados los grandes medios de comunicación tradicionales, que a menudo se ven demasiado complacientes con los poderes establecidos –si no directamente dependientes de ellos- y se ven sustituidos por el moderno boca-oreja de las redes sociales, con todos los riesgos que esto implica, pero que hace posible una nueva capacidad de autoorganización y auto convocatoria al margen de las organizaciones políticas y sociales tradicionales.

Finalmente, casi siempre hay un fuerte componente territorial en la protesta. Ante las capitales más vinculadas al sistema financiero y a unos servicios menos afectados por la competencia internacional, las antiguas zonas industriales, el campo y todos los territorios más periféricos son quienes más sufren la apertura de los mercados y quienes cuestionan con más intensidad como los afecta el nuevo orden global.

El detonante de la fiscalidad a los carburantes

Nos podríamos extender más, pero quiero remarcar que en el caso de los chalecos amarillos, el detonante ha sido el aumento del precio de los carburantes, que desde comienzos de año combina un incremento impositivo en nombre de la protección ambiental, y la alza internacional de los precios del petróleo. Macron ya estaba avisado por las protestas que hubo no hace paso tanto en la Bretaña por la nueva fiscalidad al transporte de mercancías más contaminante. Y todavía más recientemente, en el Senado francés, el líder del grupo Verdes advirtió que los más perjudicados por el incremento en la fiscalidad de los carburantes serían quienes habitan en las zonas periurbanas, que son los que menos alternativas tienen al vehículo privado y que había que ayudarlos para garantizarse su apoyo.

A pesar de que el aumento de la fiscalidad de los carburantes forma parte de un plan muy ambicioso de transformación de la fiscalidad francesa –o precisamente por eso-, hace demasiado tiempo que desde Europa sentimos como se habla de la fiscalidad ambiental como el gran filón fiscal para explotar un golpe el resto ya no dan más de sí o son insuficientes para proveer las necesidades de financiación pública.

Fiscalidad de tierra quemada

Este es un planteamiento muy peligroso y que puede ser fácilmente contraproducente. Porque, a diferencia de la fiscalidad convencional, el éxito de un impuesto o una tasa ambiental es recaudar cada vez menos, hasta la práctica extinción. Una extinción que hay que conseguir porque aquellos comportamientos, consumos o usos que se querían penalizar fiscalmente ya han desaparecido o se han transformado hacia alternativas con menor impacto ambiental. Pretender que, con la excusa de la concienciación ambiental general –siempre dudosa cuando se toca el bolsillo-, tenemos suficiente justificación social para aumentar la recaudación fiscal que, por otros lados se queda corta, produce un efecto psicológico totalmente contrario. Sobre todo, entre unos ciudadanos que ya han visto perder bastante poder adquisitivo en el contexto de crisis y globalización que comentábamos más arriba.

Es evidente que Macron –de forma parecida a otros muchos gobernantes- no lo tiene fácil para cambiar una sociedad como la francesa a quien le cuesta adaptarse a las exigencias de la economía global, en buena parte debido a las rigideces internas propias de un estado protector y proteccionista. Pero la mala utilización que demuestra ahora con la fiscalidad sobre los carburantes no diremos que mate la gallina de los huevos de oro, porque es esto precisamente el que no es ni tiene que ser la fiscalidad ambiental. Pero sí que genera una desafección hacia la modificación de comportamientos poco sostenibles ambientalmente por la vía fiscal. En última instancia, una política fiscal ambiental de tierra quemada.

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