La empresa catalana: "Antes de que otro se aproveche, ¡lo quemo!"

El otro día hablábamos de la empresa catalana como una organización dotada de escasa vocación para crecer, para hacerse mayor, para adquirir unos volúmenes considerables. Jugaba un rol importantísimo la desconfianza. Para crecer a menudo es necesario un socio. Un foráneo.

Pero también podríamos establecer otra explicación que puede ser perfectamente combinable o complementaria. Y ésta hace referencia al patrimonio, a la herencia. ¿Cuál de los hijos o hijas gestionará la empresa? Es curioso que nunca se acepte “ninguno” como respuesta. Porque, entonces, enseguida se reacciona instintivamente: “Si tiene que ser así, ¡me la vendo!”. Y todo esto se convierte en un sin sentido.

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Muchas escuelas de negocio venden cursos sobre la empresa familiar y cómo gestionar el traspaso generacional. No son valientes. O no les interesa serlo. Porque la respuesta se debe buscar más bien en los laboratorios biomédicos que en las escuelas de negocios. Y es relativamente fácil: el espíritu emprendedor y de gestión creativa que requiere una empresa no pasa de padres a sus hijos mediante los genes. Porque, por supuesto, ¿qué hace suponer que las habilidades innatas del fundador de una empresa se transmitirán a los hijos? Puede que el brote esté dotado para continuar la alcurnia empresarial; o puede que no. En ningún caso parece que deba ser resultado del ADN, ni de ningún lazo familiar.

Uno de los problemas de las empresas catalanas -las que suelen ser de los dueños- es que no se profesionalizan

Para ejemplificar la barbaridad, déjenme explicar una anécdota. Un día hablaba con el consejero delegado de un enorme conglomerado empresarial catalán conocido de todos -un conglomerado que ahora, de catalán, ya no tiene nada- propiedad de los mercados (los accionistas eran la bolsa, algún banco, etc.). Hablando del tema, le dije: “Te imaginas que tú, que no eres el dueño de la empresa sino el máximo dirigente sólo, fueras diciendo a diestro y siniestro que tu hijo sería un magnífico consejero delegado de este grupo ¿el día que tú faltes? Seguramente los accionistas te preguntarían qué tiene que ver tu hijo contigo y tu gestión al frente de ese grupo”. “¡Es evidente!”, me contestó él. “Entonces, ¿esa barbaridad que es lógica que no se acepte en una sociedad cotizada, donde los directivos no son los dueños, porque se acepta con naturalidad dentro del mundo de la empresa familiar?”. No me alargaré, pues me parece que el ejemplo es suficiente.

Uno de los problemas de las empresas catalanas -las que suelen ser dueños- es que no se profesionalizan. El mercado está lleno de gente, de buenos profesionales. No pretendo coger como referente a las grandes fortunas americanas -allí todo es grande, aunque el ejemplo de los Buffet o de los Gate es suficientemente válido para todos, independiente del tamaño de la empresa; y convendría seguirle-. ¿Por qué entre nosotros no frecuentan los herederos de una propiedad -compartida y donde, a veces, estos descendientes son minoritarios- que no interfieren en la gestión que llevan unos profesionales? No asumir esa posibilidad es una de las razones de desaparición de muchas de nuestras empresas. Y en los últimos años hemos contemplado un buen montón.

Estas empresas hubieron podido sobrevivir y crecer de la mano de un socio internacional. Pero no. Se hizo realidad la tan nuestra frase “antes de que alguien se aproveche, ¡lo quemo!”.

Personalmente, he intervenido en tres casos, en Catalunya, suficientemente ejemplificadores. Se negociaba la potencial incorporación de grupos extranjeros en el capital y en la gestión de la empresa. La lección estrecha es simple: todos perdimos el tiempo. Pese al entusiasmo de los extranjeros. Bien, nos lo hicieron perder. Visto con perspectiva, ahora me doy cuenta de que ya desde el inicio los dueños de las empresas catalanas no estaban dispuestos a compartir nada. Ni capital ni mucho menos gestión. De los tres casos, dos terminaron mal. Una fue malvendida al cabo de un tiempo. La otra sufrió un concurso de acreedores y fue troceada y malvendida, también. Y lo que ellas hacían lo han pasado a hacer otras -generalmente foráneas, incluso españolas-. Estas empresas hubieron podido sobrevivir y crecer de la mano de un socio internacional. Pero no. Se hizo realidad la tan nuestra frase “antes de que alguien se aproveche, ¡lo quemo!”.

La empresa catalana no tiene unas características demasiado específicas que la distancien de las de los demás países -de lo contrario no estaría integrada en la cadena de valor productivo europeo-. La rareza está en la propiedad. Esta falta de consolidación de las empresas en el eje temporal, en las sucesivas estirpes de propietarios, hace que nuestras empresas nunca sean suficientemente antiguas y venerables -en el buen sentido de la palabra-, con suficiente tradición consolidada. El hecho contribuye a que el entramado empresarial catalán -incluidas las patronales subvencionadas- siempre se presente en sociedad con la raya mal hecha.

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