La ciudad inteligente o el ordenador invisible

Cuando estudiaba informática en la Autónoma en 80, en las clases d'inteligencia artificial a menudo hablábamos de si nunca un ordenador podría llegar a ganar un gran maestro jugando a ajedrez. Recuerdo que eran debates apasionados y que acostumbraban a acabar en mesas, hasta que diez años después, el 1997, se deshicieron: el ordenador Deep Blue de IBM derrotaba el campeón mundial Garry Kasparov.

Picasso decía que encontraba los ordenadores muy aburridos porque el único que sabían hacer era dar respuestas. Y en cierto modo tenía razón. De hecho, la tuvo hasta el tumbando del siglo XX. Hasta entonces los ordenadores eran máquinas enormes, complejas, difíciles de usar que sólo podían operar una élite de ingenieros muy preparados y con acceso a muchos recursos.

Uno de los primeros ordenadores digitales programables fue el ENIAC, creado en 1945 a la Universidad de Pensilvània. Ocupaba 167 m², pesaba más 27 toneladas, tenía 20,000 válvulas de vacío que con un consumo de 160kW hacían subir la temperatura del local a 50 °C. Costó borde medio millón de dólares, el equivalente de 7.000 millones actuales. Para programarlo, había que conectar y reconnectar los cables como se hacía a las centrales telefónicas de la época. Un golpe programado, era capaz de calcular la trayectoria de un proyectil en sólo un segundo y medio, un cálculo que a un humano le costaba unas 20 horas. La paradoja pero, era que para programarlo a menudo se tardaban días.

Los ordenadores, en aquella época, ocupaban plantas enteras de universidades y de empresas y las personas trabajaban adentro.

Pero los ordenadores se fueron tirando cada vez más pequeños, más potentes y más versátiles. A teclado le añadimos el ratón; a los números, las imágenes y el sonido; y a las hojas de cálculo, programas de retoque fotográfico y de edición de música. Y pasamos de trabajar dentro de los ordenadores a trabajar delante. El ordenador dejó de ser una habitación y pasó a ser un compañero de trabajo que se sentaba ante nuestro. Le dijimos ordenador personal, y en 80 lo dejamos entrar a casa.

"El ordenador dejó de ser una habitación y pasó a ser un compañero de trabajo que se sentaba ante nuestro"

Y los ordenadores continuaron haciéndose pequeños mientras continuaban aumentando todavía más sus capacidades. Desenganchamos el ordenador de la pared y del horario laboral, nos lo colgamos al cuello —para gozo de osteòpates y masajistas— y dijimos ordenador portátil.

A los años 90, no sólo dejamos entrar el ordenador a casa sino que nos lo llevamos los fines de semana y de vacaciones (junto con el reloj de la oficina).

Y todavía se hicieron más pequeños, más potentes y mucho más versátiles. El 2007 apareció a nuestras vidas un ordenador que cambiaría el mundo: por su gran capacidad de cálculo, sus sensores, su conectividad y sobre todo por su rápida adopción a escala global.

dijimos iPhone pero es en realidad un ordenador, un ordenador más potente que todos los de la NASA del año 1969; los que hicieron posible el pequeño paso de Neil Armstrong y el gran salto de la humanidad. Al sonido y las imágenes añadimos nuestra ubicación, nuestras relaciones, y le explicamos nuestros miedos y nuestras esperanzas.

Más que un ordenador, el móvil ordenador que traemos al bolsillo es nuestra piel digital, duerme al cabezal de la cama y va donde vamos nosotros: este golpe entra al baño con nosotros.

Cómo se explica esta evolución de los ordenadores? Y sobre todo, qué consecuencias tiene? Los ordenadores son procesadores, transforman cosas. En este sentido no son demasiado diferentes de una depuradora, la fábrica de la SEAT, o un campo de trigo; transforman unas entradas en unas salidas mediante un procès. La diferencia es que los ordenadores no procesan nada físico, procesan una cosa tan común como extraña que decimos información.

Y mientras los procesadores normales están sometidos a las leyes físicas, los procesadores de información tienen unas leyes propias, la más conocida es la ley de Moore. La ley de Moore dice que los ordenadores doblan su capacidad cada dos años. La formuló en 1965 el ingeniero Gordon Moore a partir de la observación de la evolución de los circuitos integrados. El señor Moore es el culpable que cuando finalmente nos decidimos a comprarnos un ordenador, a la cabeza de nada salga un de más potente por el mismo precio.

Sabiendo esto, nos podemos preguntar por cómo será la próxima iteración de los ordenadores y hasta donde lo dejaremos entrar este golpe, o más muy dicho, hasta donde nos dejarán entrar ellos.

Si hacemos como el señor Moore, y observamos el que pasa al nuestro cercando, veremos que el ordenador se hace más pequeño a cada iteración, que se está rompiendo en 1.000 pedazos, y que nos rodea; en forma de sensores, asistentes de voz, coches conectados, teles inteligentes, lavadoras, y de todo tipos de widgets…, veremos que el ordenador está desapareciendo, que se hace invisible y que no es en ninguna parte y a la vez es en todas partes; veremos el mundo como el ordenador gracias a la convergencia de la internet de las cosas, las redes de alta velocidad, los datos masivos, la inteligencia artificial, las ciencias de los materiales, el blockchain y muchas otras tecnologías.

"La ciudad inteligente no va de ordenadores, va de ordenadores y de personas, de cómo convivimos y de cómo trabajamos juntos"

A este ordenador invisible decimos ciudad, y este golpe no lo dejamos entrar a nuestra vida sino que formamos parte. La ciudad inteligente no va de ordenadores, va de ordenadores y de personas, de cómo convivimos y de cómo trabajamos juntos.

Picasso tenía razón; los ordenadores sólo nos saben dar respuestas y de nuestras preguntas depende que sean inteligentes.

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