No al dumping laboral

La presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, ha lanzado una nueva iniciativa referente al trabajo forzado que sufren muchos de los que realizan productos que importamos en Europa. Propone establecer un sistema de trazabilidad para detectar si un producto se ha confeccionado utilizando métodos poco ortodoxos (trabajos forzados, trabajo infantil, etc.). Los europeos no somos conscientes del poder de presión que nuestra Comisión tiene sobre los asuntos del mundo. Somos la primera potencia comercial del planeta. Sin ir más lejos, a menudo se dice que las medidas para el cambio climático que aplica la Unión Europea (UE) tendrán poca incidencia siempre que existen otras partes del planeta que siguen contaminando. Pero no se tiene en cuenta que en el momento en que, para ser importado, se exija que un producto esté elaborado siguiendo los patrones europeos de respeto al medio ambiente, todo el mundo tendrá que cambiar. Bien conocen este efecto los productores de alimentos que quieren exportar a la UE -los argentinos, por ejemplo, destinan las mejores prácticas y, en consecuencia, las piezas óptimas en Europa; no pueden implementar las trampas que practiquen para su mercado interior.

En esta línea sería conveniente que la Comisión empezara también a intervenir en determinados mercados de trabajo europeos de los países miembros. Sobre todo, en lo que afecta a la inmigración. Porque los catalanes incumplimos varios principios que van contra los intereses de Europa. Pero, sobre todo, van contra nuestros intereses. Hablo del dumping laboral.

Los catalanes incumplimos varios principios que van contra los intereses de Europa

A lo largo de las décadas de 1970 y 1980 España exportó a muchos trabajadores que cubrieron las necesidades que Alemania (la antigua República Federal) tenía para culminar la reconstrucción iniciada después la Segunda Guerra Mundial. Alemania no tenía recursos humanos suficientes para cubrir sus necesidades. Algo similar sucede en Francia durante la vendimia. Y es que todos los países tienen necesidades puntuales, más o menos largas, de mano de obra. Pero no es el caso de España. Ni tampoco de Catalunya. Que el país llame a la inmigración cuando mantenemos una tasa de paro de alrededor del 10%, es inaceptable. Alguien hace trampas. Y conociendo el país, yo diría que todos lo hacen. Y esta irregularidad tiene efectos mucho más negativos de lo que pensamos.

Hay pocas formas de incrementar la competitividad. Una consiste en diferenciarse en el producto que se vende. Se produce un producto único -entonces no tienes competidores-. O se elabora un producto de alta calidad que permite vender caro -es el caso de Alemania-. O, finalmente, se fabrica un producto que compita en precio –de hecho, un mix de buen precio y calidad buena, en cualquier caso; ya que la baja calidad ya no vende, aunque sea barata-. Nosotros, como pueden deducir, participamos de este último mercado: precios competitivos con cierta calidad. Ahora bien, para reducir precios existen, al mismo tiempo, dos métodos: aumentar la productividad -generar más productos por hora trabajada- o reducir costes, entre ellos los laborales. Y el empresariado catalán ha optado, en su mayoría, por este último método: pagar poco a los trabajadores.

En un mercado cerrado, esta acción -la de estrangular en salarios- no tendría otros efectos que los de conseguir un país donde las cosas son baratas –“¡pobres, pero alegretes!”-. Sin embargo, nosotros estamos en un mercado abierto, y las consecuencias no son tan evidentes. Existe movilidad laboral europea combinada con un sistema de paro, el español, que no incentiva la búsqueda de trabajo. Las consecuencias son funestas: entrada de inmigración con bajos salarios.

Buena parte del empresariado utiliza la inmigración para realizar dumping en el mercado laboral, forzando los salarios a la baja

Este problema puede hablarse desde la perspectiva del progresismo demagogo que, deduciéndolo de mis afirmaciones, me acusaría de xenófobo por el simple hecho de decir que la inmigración es perjudicial. Esa gente, ese progresismo de escaparate, es la que, por otra parte, y en general, proclama -sólo verbalmente- que pretende ayudar a las clases más desfavorecidas. Por tanto, me cojo a esta característica -que, como digo, es sólo verbal- y les propongo que contemplen mi discurso de una manera diferente. La perspectiva alternativa. Y es que buena parte del empresariado utiliza la inmigración para realizar dumping en el mercado laboral, forzando los salarios a la baja. Perjudicando a la clase trabajadora. Es decir, no se llama a la inmigración porque no hay mano de obra -sino, que alguien me explique el paro al 10%-. Se llama a la inmigración para forzar los salarios a la baja. Los resultados, ya lo he dicho, nefastos. La gente que nosotros hemos educado -aunque sea en la educación básica, aunque el tema afecta a titulados universitarios- y que nos ha costado unos impuestos importantes, se marcha. O se queda cobrando unos salarios de miseria. Mírenselo como quieran: el país se descapitaliza. No hace falta que entre en temas de sostenibilidad nacional y cultural. Los inmigrantes que iban, y van, a Alemania o Francia tienen la obligación de hablar alemán o francés. Y de realizar un esfuerzo de integración y nacionalización regulado por ley. Los que vienen aquí no tienen la obligación de hablar catalán ni de saber, ni tan solo, quiénes somos. ¿Culpa de ellos? No, en absoluto. La culpa es 100% nuestra.

Como en tantas otras cosas, este columnista no espera que el problema lo resuelvan las autoridades españolas -que incluyen a las catalanas, por ahora-. Y reza para que la UE decida, un día, prohibir la inmigración a países que no la necesitan. Porque lo que hacemos aquí es una mala praxis que, de paso, desguaza el país. Y como tal convendría prohibirla.

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