¿Ha muerto la opinión pública?

¿Existe realmente la opinión pública o ya ha muerto definitivamente? El ciclo electoral en el que nos encontramos tiene suficientes elementos como para que, legítimamente, nos podamos hacer esta pregunta.

Por un lado, una corriente ascendente de antipolítica, entendida como contraria al sistema de partidos que ha dominado las últimas décadas, se muestra completamente desenvuelta. La vemos en la polarización, no siempre muy profunda en términos ideológicos pero siempre muy enfática en términos comunicativos. También se verifica en la aparición en los parlamentos de opciones que combinan un discurso simple con una hábil explotación de la controversia con sus opositores. Y también se percibe en un cierto hastío hacia cosas que forman parte de las reglas del juego democrático -que haya pactos, acuerdos, cesiones y transacciones-, como si el ideal democrático de algunos fuera que la sociedad funcionara como una especie de ChatGPT, paradigma de la eficiencia.

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Por otro lado, hay un segundo elemento, quizás menos evidente a primera vista, sobre el cual creo que conviene prestar un poco más de atención. Me refiero a la traslación a la política de la corriente de privatización y liberalización de la imagen de la realidad, que las redes llevan años proporcionando a los usuarios. Sí, es este consumo de información que se convierte en consumo de confirmación de las propias ideas, por obra y gracia del algoritmo.

Los que educamos nuestra conciencia cívica consumiendo medios de comunicación de masas, equiparábamos opinión pública con opinión masiva. La opinión pública, aquello de lo que se hablaba en los medios, era lo que todos hablaban. Si eras de izquierdas, mirabas la realidad a través de las gafas de un diario progresista. Si te inclinabas por las derechas -o te definías de centro moderado, que el nombre ya sabemos que no acababa de hacer la cosa- optabas por otros. Pero la realidad, los principales elementos de la realidad, eran compartidos. Es decir, el star system era el mismo -donde unos eran buenos, en el otro lado eran malos-, los temas de conversación eran los mismos, y la actualidad seguía una agenda básicamente similar. Esto permitía que cualquier hecho masivamente comentado, y cualquier idea que quisiera llegar a grandes públicos, fuera sistemáticamente sometido al escrutinio de audiencias diversas. Volverse público era, en definitiva, una manera de volverse un poco de todos, de tener una legitimidad.

"Volverse público era, en definitiva, una manera de volverse un poco de todos, de tener una legitimidad"

La opinión pública era pública en el sentido de que era de todos: salir a la opinión pública implicaba la capacidad de poder dar respuesta a todos, porque era a todos a quien pertenecía ese espacio. Y desde el punto de vista de la salud democrática, era muy importante que la opinión pública no fuera adulterada ni por el gobierno de turno, ni por los poderes económicos, ni por ningún otro interés particular. Y la tensión por preservarla saludable era una constante que indicaba -entre otros factores- la conciencia cívica de los ciudadanos. Eso, ahora, ya no es así.

El consumo de información a través de algoritmos -sea el de posicionamiento de Google o sean los de recomendación de cualquier red social o YouTube- ha alterado de forma dramática el patrón de construcción de la imagen de la realidad en la ciudadanía: ahora opinión pública no es necesariamente igual a opinión masiva. Aún más, ahora cualquier opinión privada -por más disparatada que parezca- puede volverse opinión masiva sin necesidad de hacer ese esfuerzo que todos exigíamos a quien quisiera tener un altavoz. Basta con que "funcione". El algoritmo permite acumulaciones de audiencias que piensan exactamente lo mismo, y que se forman políticamente en la ficción de que su opinión masiva -la que le aparece todo el día en virtud de su consumo monocultivo en redes- es efectivamente la opinión pública: la imagen de la realidad. Y cuando cada opinión privada se disfraza de descripción de lo real, de realidad, de la definición de lo que está pasando, se segmenta la población no según ideas, sino según mundos paralelos. Cada uno en un mundo a su medida. Con una UX perfecta, pero completamente sesgada.

"El consumo de información a través de algoritmos ha alterado de forma dramática el patrón de construcción de la imagen de la realidad en la ciudadanía"

Compiten diversas opiniones masivas en mundos paralelos, es decir privadas, y como un mensaje ya puede obtener la masa sin pasar por un terreno genuinamente de todos, ¿qué sentido le ven los políticos a tener un mensaje fiscalizable por todos?

Y lamentablemente, la combinación de los dos elementos -la antipolítica y la privatización de la imagen de la realidad- emulsionan en una tercera lacra, que erosiona los fundamentos de la vida en sociedad: la indiferencia respecto al bien común.

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