Los museos, la mejor garantía de nuestro patrimonio popular

Turista haciendo una fotografía en el Gran Salón del Palacio Nacional de Montjuïc | iStock Turista haciendo una fotografía en el Gran Salón del Palacio Nacional de Montjuïc | iStock

¿Qué es un museo? Según el Consejo Internacional de los Museos, un museo es “una institución sin ánimo de lucro, permanente y al servicio de la sociedad, que investiga, colecciona, conserva, interpreta y exhibe el patrimonio material e inmaterial. Abiertos al público, accesibles e inclusivos, los museos fomentan la diversidad y sostenibilidad. Con la participación de las comunidades, los museos operan y comunican ética y profesionalmente, ofreciendo experiencias variadas para la educación, el disfrute, la reflexión y el intercambio de conocimientos.” Claro, ¿verdad? Bromas aparte, por muy inclusiva que sea esta descripción, no es una definición clara de lo que es realmente un museo.

El primer museo de la historia se abrió en 1683 en Oxford, y recibe el nombre Ashmolean por su creador, un aristócrata llamado Elias Ashmole que coleccionaba arte y piezas de colección originarias de otros lugares del mundo que va poner a disposición del público general. Tras este acto de entre ostentación y generosidad, muchos otros aristócratas siguieron su ejemplo y empezaron a exponer algunas de sus pertenencias más preciadas, hasta que esta práctica empezó a ser llevada a cabo por parte de los estados y otros organizaciones. Con el tiempo, la práctica del museo se ha ido institucionalizado como un espacio no sólo de contemplación, sino también de cuidado y conservación de las obras, de generar conciencia social sobre retos globales o para educar al público general sobre una temática.

 

Hay dos maneras de ir a un museo: entenderlo como una caja del tiempo o convertirlo en una experiencia única, que interpela a la persona

En mi opinión, y que conste que ésta es una afirmación profundamente personal, hay dos maneras de ir a un museo. La primera es entender el museo como una caja del tiempo donde se guardan los recuerdos más preciados de un territorio o una cultura para asegurar que las próximas generaciones serán capaces de contemplarlas y admirarlas, para tener en cuenta dónde vienen y qué hicieron aquellos que forman parte de su historia. Esta opción museística es la más tradicional y popular, donde la experiencia del usuario reside principalmente en la capacidad de captar y la inquietud por seguir descubriendo, sala tras sala, los secretos y curiosidades que las exposiciones ocultan entre sus muros.

Sin embargo, ésta no es la única forma de experimentar un museo. Recuerdo, de pequeña, cómo mi madre nos hacía sus propias visitas particulares. Para asegurar que nuestras mentes dispersas e infantiles entendieran y se concentraran en las diferentes obras de arte o exposiciones, nos sentaba en el suelo de la sala y admirar las diferentes estaciones, donde nos hacía preguntas como “Mariona, y tu ¿qué ves aquí?” o “¿Qué crees que tenía en la cabeza, el artista, cuando pintó este cuadro, Ariadna?”. De esta forma, el museo se convertía en una experiencia única, donde las salas se revolucionaban y convertían en escenarios increíbles que nos interpelaban en primera persona. Pocos años más tarde, descubrimos las visitas guiadas infantiles y, hacia el 2008, en el Pinakothek der Moderne de Munich, cambió nuestra percepción sobre los museos.

En el Pinakothek der Moderne de Munich se puede tocar prácticamente todo, o se podía en ese momento. Acostumbradas a grandes salas con cuadros abismales del siglo XVII, descubrimos un espacio donde no sólo había obras extremadamente diferentes a nuestras habituales, sino que había dos elementos que, por dos niñas menores de doce años, nos cautivaron durante toda la exposición: algunas piezas se podían tocar, y había sillas plegables para sentarse en cualquier sitio del museo. Las sillas nos permitieron movernos dónde queríamos, admirar nuestras obras preferidas y detenernos dónde teníamos ganas de saber más cosas. También vimos que había personas con movilidad reducida a las que las sillas les hacían un magnífico servicio.

 

"El museo ha dejado de ser visto sólo como un espacio de culto y ha abierto posibilidades a una experiencia mucho más particular"

Desde hace unos años, la mayoría de museos han empezado a prestar mucha atención a la experiencia, más allá de la calidad y variedad de la obra artística expuesta. En algunos encontramos soporte sensorial, como música o reproducciones de audio, y en otras representaciones teatrales o talleres interactivos al final de la exposición. Sea como fuere, el museo ha dejado de ser visto sólo como un espacio de culto, de arte sagrado y solemne, y ha abierto posibilidades a una experiencia mucho más particular, interactiva y personal, donde el visitante puede escoger cuánto rato quiere estar ante un cuadro, leer una descripción de la obra o su contexto histórico o tocar un módulo interactivo. En definitiva, se puede escoger qué experiencia quiere vivir del recorrido de las salas y la estructura previamente pensada por la comisaria.

"Más allá de la importante labor de preservación, es fundamental que los museos se puedan disfrutar"

Sin ser una experta en la materia, y desde la más particular experiencia de observadora de museos, celebro este cambio que, junto con la reducción de las tarifas para el gran público, son un paso fundamental por la extensión de la cultura a todas las edades, condiciones y capacidades. Más allá de la importante labor de preservación, es fundamental que los museos puedan disfrutarse. El museo encarna, así, una finalidad tan conservadora como reflexiva: el museo por pensar, el museo por contemplar, el museo por preservar, el museo por procurar. El museo para guardar lo que no puede ser pagado con dinero y asegurar que llega a las próximas generaciones.

Por este motivo, creo que debemos valorar mucho más los museos que tenemos, donde nuestro patrimonio colectivo es cuidadosamente preservado y expuesto para que todo el mundo pueda disfrutarlo. Por ello, los museos deberían tener, a la vez, mucho más presupuesto estatal y un precio mucho más bajo para garantizar que, con todas sus dificultades, puedan seguir siendo lo que deben ser: un patrimonio popular.

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