Los Estados Unidos adelantan a Europa por la izquierda

La iniciativa del impuesto sobre sociedades de alcance global propuesta por la administración Biden puede servir para llevar a cabo un cambio profundo en la fiscalidad global

Los primeros 100 días de Joe Biden en la Casa Blanca han supuesto un terremoto a la fiscalidad global | Europa Press Los primeros 100 días de Joe Biden en la Casa Blanca han supuesto un terremoto a la fiscalidad global | Europa Press

Muchos analistas se han sorprendido de que los Estados Unidos hayan tomado precisamente la iniciativa para implantar un impuesto sobre sociedades del 15% a nivel planetario, y la obligación de tributar en el país a aquellas empresas con márgenes superiores al 10%. No es nada extraño. Aunque el parque industrial de Silicon Valley nació en los años 50, necesitó treinta años de dedicación a la electricidad, al transistor y a los semiconductores para dar el paso definitivo a la computación. Junto a la universidad de Stanford, en la bahía de San Francisco, innovación, startup y nuevos modelo de trabajo se unieron definitivamente. Primero, estos tres conceptos se asociaron al garaje, que se ha acabado convirtiendo en icono para las universidades mundiales. Y, posteriormente, dieron a luz las más grandes compañías de la nueva economía.

Hoy todavía se pueden ver sedes corporativas de la mayoría de ellas a un lado y otro de University Avenue. Para entender lo que ha pasado en Silicon Valley y en el mundo, solo hay que recorrer el Computer History Museum, algo más allá, en Mountain View. Desde las primeras supercomputadoras a los mini ordenadores, la era digital pasa en un segundo como si fuera un cohete que estalla en el cielo y transforma definitivamente las sociedades. Lo ha cambiado todo: los productos y servicios; la manera de hacer negocios; la relación entre los productores y los consumidores; la forma de servir; las cadenas de valor; la monetización.... Pues bien, han pasado 40 años y de Silicon Valley al mundo se ha configurado la nueva economía.

Burbujas

Ningún país cómo los Estados Unidos ha vivido de más cerca su emergencia. La nueva economía, a caballo del liberalismo norteamericano, ha campado sin ninguna restricción. Bajo la estrella de California, todo era nuevo, creativo, chic, inabordable. Sus empresas eran burbujas que al llegar a un país eran recibidas como estrellas del rock. Fichaban a los mejores, alquilaban o compraban los edificios más altos, desplegaban sus tácticas y sus negocios florecían. Gracias a qué? A dos cosas. La primera, el uso de las nuevas tecnologías y estrategias, muchas veces herméticas, que habían descubierto. Y la segunda, no atender normas, no pagar impuestos, porque no había aparato jurídico nacional capaz de hacerlo, y tenían la capacidad de expatriar los beneficios allá donde se los fueran más rentables.

No sabríamos establecer qué proporción corresponde a cada una. Pero sí que se puede afirmar que 21 empresas de nueva economía encabezan la lista de las más grandes empresas, cuando no había ninguna tres décadas atrás; y que las 50 primeras representan el 28% del PIB mundial, que se ha quintuplicado en 30 años (Bloomberg Businessweek, mayo 2021). Una constatación más cruel todavía: la brecha de rentabilidad entre las grandes y las pymes es cada vez mayor. En 1990 era del 15%, hoy del 35%. La nueva economía crea unas diferencias que pueden hacer estallar los países en poco tiempo.

Ha sorprendido en muchos países la propuesta norteamericana. Y mucho más en Europa. Después de haber clamado la UE contra los unicornios, establecido la estrategia de implantar la tasa Google y hecho pagar grandes multas a las multinacionales tecnológicas por los malabares fiscales que hacían, ahora resulta que Biden los pasa por la izquierda. Puro pragmatismo. Las empresas de nueva economía están codo a codo, rivalizando y colaborando con las otras, y están relacionadas en las cadenas de valor. 40 años han sido suficientes para ver que unas y otras no compiten con las mismas reglas. Las nuevas - burbujas - sin normativa sanitaria, laboral... y, sobre todo, fiscal. Las otras, con una carga pesada encima - más vale loco conocido que sabio para conocer. Las administraciones, el Leviatán de Hobbes, prefieren hacer leyes y recaudar entre los administrados censados y establecidos que darse prisa en descubrir nuevos espacios económicos, sociales, tecnológicos..., y regularlos, implantando la misma legislación.

Un movimiento avanzaba a Norteamérica desde prácticamente la crisis de las dotcom (1997-2001). La del 2008 obligó a dar un paso atrás y ahora la nueva administración no ha desaprovechado la oportunidad que significa el efecto Trump para tomar la iniciativa y empezar a encajar estas empresas dentro de la economía mundial. La globalización exigía tomar las decisiones a nivel planetario. Es entonces cuando Estados Unidos propone y el G-7, reunido a Londres la semana pasada, da luz a una nueva era fiscal internacional, que recogerá la OCDE y el G-20. Los líderes mundiales han dado el salto hacia adelante. En octubre, la directora gerente del FMI, Kristalina Georgieva, pedía aprovechar la ocasión de la crisis actual para dar "un nuevo momento a Bretton Words". Si en 1944 se fijaron las reglas contra el proteccionismo en los países industrializados y se asentaron las bases de la expansión económica en base a la cooperación internacional, como dijo Keynes, 2021 sería un buen momento de poner el liderazgo de las tecnológicas al servicio de la economía mundial.

Ahora solo hay que desplegar todo lo que falta, que no es poco. Es decir, la homogeneización fiscal por todas las empresas en todos los países. La destrucción por inservibles de los paraísos fiscales. La reducción de las diferencias Norte-Sur, que lastra la evolución económica tanto del Norte como del Sur. La aplicación efectiva de la tasa Tobin, que aunque no está armonizada con la UE, ya está vigente en España desde enero y grava con un 0,2% la compraventa de acciones de empresas cotizadas con valor superior a los mil millones. Y, cómo no, el despliegue a nivel planetario de la policía fiscal contra la corrupción. Si este programa fiscal se desplegara, en el Estado Español significaría, en pocos años, unos mil millones anuales más de recaudación fiscal. A esta cantidad habría que añadir unos 30.000 millones que las corrupciones diversas estafan al erario público.

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