En Barcelona, en Madrid y en Milán, de momento, cualquier persona puede pedir un producto y recibirlo en casa en diez minutos. Este sistema de compra es posible gracias al emprendimiento de un grupo de antiguos ejecutivos de Uber, Glovo y Deliveroo. Parecería como si estuviera apareciendo una nueva categoría, la de las necesidadesinstantáneas. Hace doscientos años, las mercancías llegaban a los almacenes y a las tiendas en meses, cuando era posible; a inicios del siglo pasado, los mercados municipales, los supermercados y las tiendas de víveres empezaron a ofrecer abastecimiento diario, sistema que se perfeccionó después de la Segunda Guerra Mundial gracias a la globalización de los mercados y al protagonismo de la logística.
Desde hace menos de una década, las aplicaciones de pedidos a través de internet han acortado los tiempos de entrega a domicilio hasta llegar ahora a los diez minutos. Y nos preguntamos: 1) ¿Qué necesidad consumista tan urgente se genera como para reclamar una cosa en tanto poco tiempo?; 2) ¿Qué procesos tienen que desarrollar estos emprendedores para hacer posible las remisiones ultra rápidas?; y 3) ¿Nos estamos volviendo locos con el ritmo de las exigencias de inmediatez?
Sobre la primera pregunta, está claro que hay urgencias: un medicamento, un alimento infantil... O bien, la lista de las obsesiones particulares que cada cual podría escribir aquí. En cualquier caso, estaríamos hablando de excepciones. Por esta razón, tendrían que existir sistemas de venta excepcionales como por ejemplo este. Los emprendedores que están en busca de la instantaneidad me dicen que si hay demanda, hay oportunidad de crear la oferta. No les quitaré la razón, si después de abrir en las plazas de Barcelona, Madrid y Milán, son capaces de instalarse en otras poblaciones.
Gracias a la innovación, han salido nuevos modelos de negocio que han sustituido sistemas tradicionales, como por ejemplo la forma de ver el cine, comprar, viajar...
Gracias a la innovación, han salido nuevos modelos de negocio que han sustituido sistemas tradicionales, como por ejemplo la forma de ver el cine, comprar, viajar... Ahora bien, reducir el tiempo de entrega a niveles como este a cambio de crear espacios de producción sin control de ninguno tipo -calidad, fiscalidad y el resto, como todos los otros negocios-, a cambio de desarrollarlos abaratando salarios y generando más economía gig, y a cambio de de aumentar la densidad del tráfico, la insostenibilidad de la cual después tiene que pagar el resto de ciudadanos, me parece que obliga a madurar algo más estos modelos de negocio.
Los fantasmas
Sobre la segunda pregunta, justo es decir que las tecnologías digitales han acelerado los mecanismos para reducir los tiempos muertos en las entregas, gracias a la agilidad mental de los modelos de negocio que permiten disminuir todavía más la distancia entre el productor y el cliente en casa. De hecho, las figuras Premium de los Marketplaces facilitaban, antes de este último desarrollo de los diez minutos, la recepción de un pedido en casa en 24 horas o incluso menos. Los sistemas que usan las plataformas para dar salida a los encargos son: las compras en empresas cerca, en supermercados o cocinas fantasma; el establecimiento de centros logísticos cerca de los clientes; y la contratación de riders en bicicleta o patinete a ocho euros brutos la hora. Bendito sea el management de proveerse de productos kilómetro 0, si se elaboran con controles rigurosos y se cumplen todos los compromisos. Bienvenidos también los centros logísticos y de distribución más cerca de los consumidores.
Pero, urge abordar, lo antes posible, tanto la redacción y aplicación de una legislación específica por estos espacios de venta fantasma al margen de toda ley, como el cumplimiento de la ley de los repartidores, que obliga desde mayo a convertir todos los riders en asalariados y olvidarse de la figura del autónomo. La adopción de la nueva normativa va muy lenta: Deliveroo ha abandonado España y Uber Eats subcontratará el servicio a otros empresas. Mientras tanto, las más sensatas se toman su tiempo para redactar los primeros convenios laborales. En un sector capaz de recaudar tantos millones de euros en rondas de inversión, llama la atención que le cueste tanto aplicar un modelo de negocio que remunere adecuadamente sus trabajadores estratégicos, como son los que acercan los pedidos en la última milla. Es como fabricar un Rolls Royce poniéndole los neumáticos más baratos del mercado.
La guerra del tiempo
Y sobre la tercera pregunta, nos estamos volviendo locos con las exigencias de inmediatez, parece como si el mercado del delivery estuviera en una guerra de tiempo para ver quién llega antes, como decía el otro día el responsable de retail de AECOC (Neutral, 7/11/2021). Una cosa es la innovación y otra muy diferente avanzar por los caminos peligrosos del absurdidad: si hoy nos proponen entregas en diez minutos, mañana tendrá que ser en siete; y pasado mañana en tres. Esto, sería avanzar por caminos peligrosos. ¿Si se confirma que existe esta nueva categoría de necesidades instantáneas, que está para ver, tendrá alguna razón de ser estresar los mercado, los trabajadores de las empresas, y los consumidores?
Las máquinas no se estresan, las personas y la sociedad, sí
El coste social y sanitario que generan la prisa y la rapidez ya es objeto de reflexión desde la perspectiva ética. Se evidente que los clientes prefieren recibir lo que necesitan con el tiempo más corto posible, pero acelerar el ritmo del carrusel puede ser una oportunidad de mercado a muy corto plazo y una desgracia de civilización a medio y a largo. Los tecnólogos digitales se enorgullecen cuando consiguen, por ejemplo, ajustar a doce segundos la respuesta al clic de un cliente en una plataforma. Las máquinas no se estresan, las personas y la sociedad, sí. ¿Verdaderamente ahorramos tiempo? -se pregunta Txetxu Ausín (Ethic, Mayo, 2019). La cultura de la prisa nos puede conducir hacia la desazón, hacia la hiperactividad, que desembocan en la insatisfacción. ¿Y entonces, cómo evaluamos el coste de la insatisfacción social?
En medio de estas reflexiones me vienen a la mente las carreras sin ningún sentido de costa a costa por los Estados Unidos del protagonista de la película Forrest Gump (Robert Zemeckis/Tom Hanks, 1994), tan emotivas como estériles; y también el maratón de baile de salón hasta la extenuación de unos pobres miserables con ilusión de ganar 1.500 dólares en plena Gran Depresión del film Danzad, malditos (Sydney Pollack/ Jane Fonda, 1969), tan tristes como desesperanzadoras.