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La mentalidad japonesa, en el tren y en el avión

En el incidente del aeropuerto de Haneda (Tokyo), solo que un pasajero se hubiera descontrolado, se habría triplicado el número de muertos

La mentalidad japonesa, a debate esta semana | iStock
La mentalidad japonesa, a debate esta semana | iStock
Barcelona
09 de Enero de 2024
Act. 09 de Enero de 2024

Para subir al Shinkansen en cualquiera de las estaciones ferroviarias en Japón todos los viajeros que esperan hacen cola uno tras otro en unas marcas en el andén situadas en su punto exacto de la puerta por donde parará cada vagón; el número del coche queda reflejado en el ticket adquirido, como se hace en el resto del mundo. La diferencia es que en el país oriental los convoyes se paran siempre en el mismo lugar y está programado que el cliente lo sepa. Esta organización reduce sustancialmente el tiempo de abordaje de los trenes y su fluidez; ahora bien, si este proceso no fuera acompañado de la disciplina de la población, difícilmente tendría ninguna repercusión ni lograría los objetivos de los trenes rápidos. El primero es fruto de la técnica aplicada por las compañías en cada momento; el segundo requiere la responsabilidad personal de los ciudadanos, lo cual es consecuencia de la formación de base y de la sensibilidad colectiva. Gracias a la confluencia de las dos cosas los 367 pasajeros -entre los cuales había ocho niños- y los 12 tripulantes del avión A350 de Japan Airlines se pudieron salvar la vida la semana pasada mientras se incendiaba una nave en el aeropuerto de Tokyo.

 

Las estaciones del tren bala están señalizadas con unas marcas de color amarillo en el suelo. Las shinkansen-zume o ekiuben-nori  se alinean justo delante de las puertas en las que se parará cada convoy. Entre dos y cinco minutos es el tiempo habitual de parada, suficiente para que centenares de viajeros aprovechen para abordar y desembarcar del tren. El TGV francés utiliza un tiempo parecido de parada. Eficiencia y puntualidad son las características más valiosas de estos trenes en general, en los que la minimización del tiempo de parada en las estaciones es determinante en el intríngulis.

El tiempo de espera de los trenes de alta velocidad en el estado español se sitúa de media entre cinco y diez minutos, por ejemplo en la estación bisagra de Saragossa. En los inicios del AVE, hace más de treinta años, la presidenta de Renfe Mercè Sala, que lo impulsó, indemnizaba con otro billete nuevo a todos aquellos viajeros que llegaran con un minuto de retraso, un minuto. Hoy aquellas buenas costumbres se han relajado: Renfe devuelve el 100% del importe del viaje si llega media hora más tarde; y abona el 50% si solo son quince minutos. En aquellos tiempos los promotores confiaban hasta este punto en la técnica; ahora, en cambio, los minutos de los usuarios no son tan valiosos. Hijo de ferroviario que soy a mucha honra, tengo que reconocer los esfuerzos de puntualidad de las últimas décadas, pero cualquier comparación no nos dejarían satisfechos si analizáramos con detalle precios y servicios de aquí y de otros países.

 

Del tren al avión

Era impresionante ver las imágenes de los viajeros sentados en su butaca del avión japonés que acababa de chocar. Sucedió un día de la semana pasada a las 17.47 h. en el aeropuerto de Haneda en Tokyo, que hace tiempo desplazó al de Narita en tráfico internacional. Las llamas inundaban la aeronave y ellos las veían por la ventana. La procesión iba por dentro y las caras de tensión dejaban entrever la ansiedad del momento. A pesar de todo, esperaban ansiosos las instrucciones que llegaron puntualmente: el comandante, los tripulantes de la cabina de pasajeros, TCP, en su alfabeto aeronáutico; y los huéspedes, los viajeros en japonés e inglés. Fueron claras, contundentes y breves; las palabras justas sin florituras, ni una más ni una menos, como las que recomendaron en la última revisión y en las prácticas consecuentes. Permanecer sentados. No coger nada. Armar rampas. Ordenar la salida siguiendo las señales para cada grupo; iniciar la evacuación. Fueron 90 según, los que está estipulado por las normas de navegación aérea; un segundo más hubiera sido mortal. ¿Milagro?

Solo que un pasajero se hubiera descontrolado, el incidente del aeropuerto de Haneda hubiera triplicado los muertos del tsunami

Los protocolos eran perfectos como en todo vuelo de cualquier compañía. Los tripulantes cumplieron estrictamente con su cometido. Pero el éxito de la operación no dependía ni mucho menos de la perfección de la norma y del buen cumplimiento de los técnicos. Todo se habría desbordado de no haber sido por la conducta del pasaje, de uno solo. Solo que uno se hubiera descontrolado, el incidente del aeropuerto de Haneda hubiera triplicado los muertos del tsunami. Imaginemos por un momento: el esteta que quiere inmortalizar el espectáculo filmándolo con su móvil; el avaro que quiere coger la cartera; el amor que envía un WhatsApp de despedida a su amada; el práctico que quiere salvar la mochila; el aprovechado que obstruye los pasillos y se cuela para salir el primero... La responsabilidad de cada cual era indispensable para salvarse todos, y esto solo es fruto de una formación de base y de una sensibilización permanente.

¿Son mejores los japoneses que los españoles, los norteamericanos o los congoleños? No es cuestión de regiones sino del que se enseña en la escuela y se mama en casa, muy diferente en cada país; en unos se enseña y se mama una cosa y en otras una muy diferente, y los nativos y los inmigrantes lo adoptan o no. Me vienen a la cabeza dos imágenes. La primera es la del embarque o desembarque de un vuelo cualquieraen nuestra casa. Y la segunda, la chapuza del ministro de Defensa español Federico Trillo con el Yakolev-42 ahora hace veinte años. El avión se estrelló en Trabzon, Turquía, con 62 militares españoles que volvían de una misión en Afganistán; una cadena de negligencias y malas prácticas que no fueron resueltas hasta quince años después, cuando la ministra sucesora reconoció la responsabilidad de la Administración en el siniestro.

En los trenes, en los aviones y en cualquier actividad pública o privada, el espíritu de las personas es tan indispensable como las buenas normas.