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La propiedad de los datos de los consumidores

Una buena BBDD, depurada y segmentada, tiene un valor incalculable

Imagen de un teléfono móvil con conexión wifi | iStock
Imagen de un teléfono móvil con conexión wifi | iStock
03 de Enero de 2023

Después de treinta años, o más, del hecho que los agentes de viaje y los turoperadores, por un lado, y los hoteles, por otra, se hayan tirado los platos por encima para delimitar quién es el propietario de los clientes, ahora resulta que a partir de este mes de enero, los negocios turísticos están obligados a comunicar a la administración todos los datos de sus clientes. En tiempo de expansión del big data aparece un tercero en discordia sobre el control de los DNI, los emails privados y los teléfonos móviles de las decenas de millones de turistas que vienen anualmente. Bien utilizados, estos datos son un capital extraordinario; mal gestionados, otro desastre a añadir a la compra y venta de bases de datos masiva en la cual estamos inmersos.

 

En el año 2011, el montante global de las transacciones de big data era de mil quinientos millones de dólares y, ahora, supera los cuarenta y dos mil millones (Statista, 2022). Este volumen queda lejos de las grandes facturaciones -la ropa, dos billones de dólares; los automóviles, un billón y medio; el petróleo, un cuarto de billón de dólares, por ejemplo-, pero dada la progresión actual, el negocio más grande del mundo será, en pocos años, la compra y venta de datos de clientes. Una buena BBDD, depurada y segmentada, tiene un valor incalculable, aunque muchas de las que se venden actualmente, a pesar de estar tiradas de precio, acontecen prácticamente inservibles; solo llenan los correos, atascan las bandejas de los ordenadores y retardan el ritmo digital.

Una buena BBDD, depurada y segmentada, tiene un valor incalculable

Durante demasiado tiempo, la cuestión sobre la propiedad de los clientes permitió que algunos colectivos consideraran que son suyos, por lo cual solo ellos podían explotar sus datos. Hacer una reserva consiste en poner en contacto un cliente con un prestamista, es decir, un servicio de intermediación. ¿Un turoperador, una agencia de viaje física, una OTA o cualquier plataforma de e-commerce que vende productos puede reutilizar los contactos por sus campañas o solo lo puede hacer el hotelero o el productor? Por suerte, la era digital se ha encargado de convertir esta batalla entre fabricantes y distribuidores en un sofisma: la pregunta ha acontecido absolutamente fallida. La digitalización consiste a usar las nuevas herramientas para poner en contacto directo el prestamista del servicio con el cliente; de este modo, los intermediarios han perdido la exclusividad para convertirse en partners de los unos o de los otros o de ambos. Pueden dar todo tipo de apoyo, pero no disfrutan de la posición central que han mantenido hasta principios del milenio. Esto quiere decir que los clientes se liberan de la esclavitud de la intermediación obligada para establecer relaciones directas con los prestamistas, a pesar de que muchos continuarán utilizando los canales tradicionales de intermediación.

 

A medida que los prestamistas de los servicios crean comunidades phigitales, cada vez más potentes, disponen de mejores oportunidades para gestionar autónomamente su clientela sin intermediarios; más todavía, acceden graciosamente mediante las redes privadas de sus clientes, los cuales se acaban convirtiendo en sus mejores embajadores. Dentro de las nuevas cadenas de suministro que aparecen, cada eslabón tiene que trabajar al servicio de su cliente, que es el eslabón siguiente, a pesar de buscar la mejor posición dentro del conjunto. La cuestión ya no alude en adelante a la propiedad de los datos o a quienes los puede usar, sino como usarlas con el consentimiento del cliente y manteniendo siempre su confidencialidad.

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Imagen de una compra virtual | iStock

Pecado original

Los particulares y las empresas están regalando sus datos a cambio de la gratuidad del uso de internet y de las redes sociales; todo lo que escriben, piden o aspiran son la materia primera de las grandes transacciones que generan el negocio de la compraventa de datos; de gorra el acceso, a cambio de pasar después por caja. Este es el pecado original que han sabido explotar en cantidad suficiente las grandes tecnológicas. De momento, todos los esfuerzos por acotar el derecho a la intimidad no avanzan demasiado y a pesar de la intensa normativa desplegada por la UE, los datos más valiosos pasan de una mano a la otra, con firma de tanto largo protocolo como un corto control. Veinte personas se ponen de acuerdo al consultar, por ejemplo, el precio de un ticket aéreo hacia un destino por un día determinado y automáticamente reciben ofertas a precios superiores; en décimas de segundo. La aspiración o la necesidad se convierte en negocio. Están como jauría al acecho. ¿Dónde queda la intimidad?

Y si ahora hay poca intimidad en el acceso al entorno internet, no es nada fácil saber como se podrá garantizar este derecho del consumidor en el futuro inmediato, cuando los algoritmos actúan al servicio exclusivo de cada inventor. Diríamos más bien que estamos en retroceso: el cliente es el centro de todo, pero, a la vez, sus movimientos se han convertido en un reality al alcance de todo el mundo; además se sujeta de cada vez más cargas: tiene que pedir ser servido -por ejemplo pidiendo hora de visita para ir al banco a hablar de su dinero; tiene que seguir el estado de una compra internáutica; tiene que aceptar estoicamente las consecuencias de cuando una web muestra error de saturación; tiene que sufrir los malentendidos de cuando una página ofrece algo que no es cierto; tiene que aceptar sin capacidad de reacción cuando no hay wifi de calidad o la web no dispone de la suficiente capacidad. Todo se carga sobre las espaldas del usuario.

Los particulares y las empresas están regalando sus datos a cambio de la gratuidad de uso de internet y de las redes sociales

Ahora que vivimos un cierto reflujo de la era digital, que a pesar de que este continuará cabalgando a ritmo vertiginoso, es momento de aprovechar para reflexionar algo más tecnólogos, sociólogos, filósofos, psicólogos, abogados o economistas sobre la configuración definitiva de todo el que tiene que rodear al sujeto de la digitalización, que no es otro que el cliente, el consumidor y el ciudadano. Es posible que los millennials y los adultos tengan una visión diferente respecto a la intimidad, pero en última instancia se trata de defender el espacio de unos y otros frente al Leviatan. El control de las administraciones tiene que ser una garantía, sobre todo si la mentalidad del gestor público es servir a la sociedad y no servirse del cargo para hacer negocios privados. Si el Estado se dispone a guardar, ahora, los datos de los turistas aplicando la normativa europea transpuesta, y las usa al servicio de todo el sector, la medida será extraordinaria; si, por el contrario, acaban a manos del mejor postor, vendidas y revendidas, por este viaje no hacían falta alforjas.