La vitalidad de la cadena de valor alimentaria

En las cadenas de valor tan atomizadas como la de la alimentación, el poder más grande está en el medio y las partes más débiles en las puntas

Es necesaria una ley básica alimentaria que evite las posiciones dominantes | iStock Es necesaria una ley básica alimentaria que evite las posiciones dominantes | iStock

Las manifestaciones de los campesinos y ganaderos demuestran la existencia de una distorsión importante en el mercado. Se quejan, con razón, que demasiadas veces tienen que vender por debajo del precio de producción aquello que después en el mercado le costará al consumidor tres, cinco o mil veces más. Más todavía estos días cuando se han producido incrementos de precios por varias razones. Unos ejemplos sacados de la COAC (diciembre 2021): las naranjas de 0,19 en origen, a 1,65 euros el kilo en el mercado; los limones de entre 15 y 22 céntimos, a 2,70 euros; los ajos, de 0,64 euros, a 5,78; la patata y la cebolla, de 0,16 euros a 1,20; la ternera de 4,44 euros, a 16,99. En la Ley de la Cadena Alimentaria de diciembre de 2021 se dice que cada operador tendrá que pagar al operador inmediatamente anterior un precio parecido o superior al total de los costes asumidos (artículo 12, tercero).

Si la participación en la cadena de valor es voluntaria, quiero decir que todos los actores deciden si juegan o no, ¿qué sentido tiene establecer los precios a los cuales se tiene que vender en cada peldaño? En las cadenas de valor tan atomizadas como la de la alimentación, el poder más grande se sitúa en algunos peldaños del medio, porque las partes más débiles están ubicadas en las puntas, los productores de materias primeras y los tenderos, sobre todo, en las tradicionales. Estas redes están pobladas por numerosos operadores e intermediarios, como si fueran la Hidra de Lerna, las serpientes de los mil cabos, que Hércules mató en el segundo de los doce trabajos. No es ésta la mejor representación del actual mercado alimentario porque se están reinventando constantemente las cadenas de valor vía cooperativas o de grupos de productores que venden directamente al consumidor físicamente o virtualmente, entregando la mercancía en la tienda, en la taquilla o a domicilio; vía mayoristas o minoristas que negocian con productores seleccionados o no; vía distribuidores que crean marcas propias y las colocan a través de sus puntos de venta; vía transformadores autónomos que negocian con canales diversos; vía brokers que comercian con partidas excedentarias; vía revendedores de todo; vía consumidores que compran en origen; vía canal Horeca, que se abastece en fuentes diversas y transforma los productos en gastronomía o canal de venta... En cuanto al punto de venta, el abanico es amplio: tiendas de proximidad, mercados, autoservicios, supermercado, tiendas de descuento, mercadillos, economatos, venta a domicilio o a través de las diversas vías digitales, pop ups... Y en cuanto al consumidor, este juega al escondite a dos juegos a la vez: el primero, a buscar los productos allá donde quiera en cada momento, físicamente o internáuticamente, en la tienda en casa o en cualquier lugar a través del móvil o la tablet; y el segundo, persiguiendo los máximos valores al precio más ajustado. Pero, la transformación no ha hecho nada más que empezar. La cadena puede estar muy estresada, pero la innovación es constante.

Tampoco se puede olvidar la cuestión psicológica: el abandono que sienten en las zonas rurales cuando ven que con un 4% de la población -envejecida- tienen que alimentar a todos los consumidores

Estereotipo rural

Cada figura de esta hidra tiene su estrategia, su código de error cero y su modelo de negocio, que depende de muchas variables internas y externas al negocio. Del estado de la competencia nacional e internacional y de la presión de terceros países con mano de obra y condiciones más favorables. Del nivel de inflación. De los costes de producción globales, que están aumentando a los últimos meses -gasolina, transporte y logística, energías, palets, envasado, transformación digital, etc.- ; de la posibilidad de almacenar o si se trata de productos perecederos; de las condiciones meteorológicas y otros riesgos naturales; del coste del metro cuadrado de superficie de venta. Y de otros muchos factores. Tampoco se puede olvidar la cuestión psicológica: el abandono que sienten en las zonas rurales cuando ven que con un 4% de la población -envejecida- tienen que alimentar a todos los consumidores, con servicios e infraestructuras de segunda. En 1950, esta población representaba cerca del 50% del global y la desazón de buscar mejores formas de vivir todavía la espolea a marchar a la ciudad. Lo que más veja a la gente del campo es el estereotipo que se ha hecho de todo lo rural y el predominio grosero de la cultura urbana.

Los precios finales se establecen a) según el resultado de este cúmulo de factores a lo largo de toda la cadena de valor; b) se matizan dependiendo del feroz estado de competencia; y c) se mueven arriba y abajo atendiendo la clientela y el momento de la venta. En este estado de cosas, cada peldaño aporta el máximo valor al precio adecuado; si la relación es improductiva, acaba siendo expulsado. Hay que estar en las duras y las maduras, y hay más de duras. Es verdad que aquellos peldaños que tienen más poder tienden a controlar más. Pero, la necesidad imperiosa de los actores que hacen posible la producción final y la presencia de muchos sustitutos dispuestos hace más difícil el predominio de unos sobre los otros.

Claro que es necesaria una ley básica alimentaria que evite las posiciones dominantes. Por eso, el momento de digitalización general de las empresas al que asistimos, se tiene que acompañar con un estímulo definitivo a la innovación en toda la cadena de valor alimentaria, empezando por la mejora de los sistemas de producción de los agricultores, ganaderos y pescadores, y de los comerciantes. El objetivo es que los primeros estén en iguales condiciones que los otros peldaños al mejorar su posición, y los segundos al replantear el punto de venta. Entonces, los primeros no se verían obligados a reclamar nunca más una cosa tan evidente como es vender por debajo de los costes de producción, y los segundos, a contemplar cómo desaparecen prácticamente los márgenes de su contribución, cuando su cometido acontece indispensable para equilibrar la oferta alimentaria.

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