Barrer y volver a empezar

Recojo con cuidado las flores del comedor y los platos que dejamos ayer porque nos dio pereza. Vivo con la mejor gente de la historia, y a pesar de todos los argumentos en contra de un piso pequeño, blanco como un hospital y donde sólo hemos tenido sofá desde hace dos días, hemos creado tantos recuerdos, buenos y malos que se me hará muy difícil dejar atrás cuando llegue la hora. Sant Jordi es el mejor día del mundo, lo es desde hace unos años y ahora, desde el extranjero, lo es aún más, porque no sólo es el día de todas las cosas que me gustan, sino también de pensar en casa y sentirme orgullosa de tener la tradición más hermosa de Europa y, siendo optimistas, del mundo.

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Hace unos días que espero a Sant Jordi con inquietud, porque después de una época triste necesito volver a pensar que el amor puede volver a empezar, y que no nada mejor que celebrarlo con mis amigos, cenando, comiendo cocina catalana con libros y flores. Realmente, Sant Jordi parece hecho a medida para las mujeres que vivimos en nuestro mundo de fantasía cuidando plantas, yendo a pilates, pidiendo demasiado de nosotros mismas y procrastinando para hacerlo más llevadero, y vistiendo ropa de colores para camuflar cualquier inseguridad interna. Sant Jordi es la fiesta de la mujer catalana contemporánea. Mentalmente, siempre me preparo mucho antes, por Sant Jordi, pensando lo que haré, lo que me pondré y de quien todavía esperaré incansablemente un movimiento para sentir que quizás haya alguien igual de chalado que yo.

"Sant Jordi es la fiesta de la mujer catalana contemporánea"

"What is Sant Gggggordi?", me dice leyendo un post-it de mi pared mientras se pone la chaqueta. "¡Jordi!", le digo, y le explico que es una tradición catalana donde las mujeres regalan libros a los hombres y los hombres, flores a las mujeres, que es una leyenda y que en Catalunya es casi más importante que su día. "Ahora, sin embargo, como las mujeres hemos decidido que también queremos libros, lo regalamos todo". "¿Y los hombres también reciben rosas?", me dice con los ojos abiertos, emocionado, sorprendentemente sin aires sexistas. "Sí, pero ya sabes cómo son los hombres ibéricos. Muy machos". Repite la palabra “macho” riendo unas cuantas veces y me abraza. "A mí me gustan las flores", me suelta. Yo la verdad es que en este punto de la película ya no sé distinguir una indirecta o de alguien queriendo recibir flores gratis el día de su santo.

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A diferencia de otros continentes, Europa tiene millones de idiomas. Cada pequeño país tiene la suya, e incluso algunos tienen más de una lengua como nosotros. Cuando vives en una capital europea y tienes esta manía por seguir creyendo en el amor cueste lo que cueste, acabas hablando con amantes que hablan lenguas muy diferentes, y es divertido ver cómo leen los libros de tu mesa, o cómo pronuncian "Ariadna". Los holandeses ni lo intentan y directamente te bautizan como "Adriana". Son gente práctica y eficiente, y si los conoces bien (o ellos quieren conocerte) incluso pueden llegar a ser simpáticos. Hay una gracia en conocer a otras personas en idiomas y otras culturas, no sólo porque puedes pintar la tuya como una cultura y país mucho más funcional e interesante de lo que es, sino también porque conoces tradiciones y maneras de hacer otras sitios, que son bonitas y que tienen su gracia para introducirte a escala micro en las formas de hacer de un lugar concreto.

"Ahora, pero, cómo que las mujeres hemos decidido que también queremos libros, lo regalamos todo"

Sigo barriendo el suelo y ordenando la cocina, sonriendo porque ayer lo pasamos bastante bien. Dicen que los afortunados en el juego son desafortunados en el amor, y yo tengo claro con qué cosas soy afortunada, y no cambiaría por nada del mundo. Después de una temporada de llorera larga, al día siguiente de Sant Jordi es el momento ideal para sentarme en mi nuevo sofá, abrir los libros nuevos y pensar en dar una oportunidad a una nueva aventura que merece el derecho de, como mínimo, empezar.

 

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