¡Eres empresario, hostia!

De pequeña, cuando le preguntaba a mi padre qué era, me decía que era el jefe de una tribu que trabajaba tierras allá, y que por eso tenía que viajar tanto. Mi pequeño cerebro de sabelotodo de siete años pensaba que era muy creíble que mi padre fuera el jefe de una tribu lejana, porque tenía un teléfono muy guay con nombre de fruta, un coche de empresa y me traía regalos de sitios que yo estudiaba en clase de sociales. Yo no recuerdo esta anécdota, pero se ve que un día me llevó a la oficina una tarde después de la escuela y me asusté porque las secretarias, lejos de ser como yo imaginaba, iban vestidas como nosotros y no tenían nada exótico ni lejano. Acostumbrada a las películas de Disney y del Oeste que me gustaban tanto en aquella época, aquellas personas eran lo más radicalmente opuesto a una tribu que hubiera podido imaginar. Y me decepcioné fuertemente cuando me di cuenta de que, en realidad, mi padre me había estado bromeando todo el rato y su título real era director comercial y no ninguna de ninguna tribu del lejano Oeste.

Años después, esta sensación de ambigüedad me ocurre con antiguos amigos de la universidad. Algunos han empezado sus propios proyectos personales y ahora se hallan levantando rondas de inversión en distintos rincones del mundo, invirtiendo en mercados imaginarios o desarrollando nuevos productos que parece que nos harán la vida más agradable. Pero cuando les preguntas a las que se dedican, casi nadie te responde que es empresario o empresaria. La mala reputación del sector empresarial como un sector que captura el capital y actúa sólo a favor de sus propios intereses ha calado tan duramente en nuestras sociedades que ahora, de repente, nadie es empresario. Todo el mundo es CEO, emprendedor, inversor en proyectos de desarrollo o director de iniciativas. Pero nadie empresario. Si en la época de nuestros padres ésta era una palabra que se lucía con orgullo, ahora los jóvenes le evitan por el miedo a ser relacionados con una forma de hacer las cosas. Sin embargo, empresa tiene una raíz que significa "lo que se emprende, designe que se pone en ejecución". Empresa no deja de ser, por tanto, una apuesta. Una aventura. Un esfuerzo en una dirección que no tiene por qué ir acompañado de unas malas prácticas. Uno puede ser un buen empresario. Puede tener una buena idea de negocio que puede contribuir a cambiar el rumbo de las cosas. Se pueden hacer las cosas de otra forma aunque llevemos muchos años haciéndolas de otra que nos ha llevado al desastroso escenario en el que estamos.

La mala reputación del sector empresarial como un sector que captura el capital y actúa sólo a favor de sus propios intereses ha calado tan duramente en nuestras sociedades que ahora, de repente, nadie es empresario

Por eso, creo que debemos recuperar la idea que la palabra “emprendedor" ha intentado recuperar pero que ha acabado teñiendo de las mismas prácticas con zapatillas de colores. Lo que hace falta no es un nuevo nombre, sino una nueva manera de hacer las cosas. Mejor dicho, lo que hace falta es dejar de hacer algunas cosas. Simplificando algunos procesos y yendo a la raíz del problema podremos encontrar que, en realidad, los lavados de imagen son sólo nuevos vestidos cuando lo necesario es quitar todo lo que hemos puesto encima de la carcasa inicial para mantener la idea original, limpia y brillante. Hay que recuperar la idea del empresario para que describa a quien tiene una idea y la desarrolla junto a un equipo, dejando los juicios y las prácticas en las acciones que después se desarrollan, nunca antes ni de manera preconcebida. Que el empresario vuelva a ser una palabra que se luce con orgullo, y que la práctica empresarial se ponga, de una vez y por todas, al servicio de la transformación y necesidades de todo el conjunto social.

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