Ingenuidad y masoquismo (un título Jane Austen para el déficit fiscal)

14 de Octubre de 2022

El principio de ordinalidad significa que, después de repartir los fondos fiscales entre comunidades autónomas (CCAA), NO deberías de quedar en peor lugar que las CCAA subsidiadas. Porque, entonces, la sensación es que te han asaltado. Desde siempre hemos estado en esta situación y que este hecho injusto solo sea una noticia puntual, ratifica el poder del imperio político y jurídico de la falta de equidad.

Ciertamente, ni el principio de ordinalidad ni el término equidad forman parte del texto de la constitución española, pero esto no obsta para que los dos conceptos no tengan encaje ni correlación constitucional. Las constituciones de los estados que se predican decentes y avanzados se someten a una lógica de principios del derecho y de contexto político-cultural que no pueden prescindir de ser equitativos. En toda democracia de calidad, la equidad del estado es obligada y materia delicada a evaluar. En la constitución española, estos principios de derechos están plenamente presentes, por más que se tengan como paja de relleno. Pues, el soberanismo catalán, en el grado de poco o mucho, debe ser exigente en esta presión. El déficit fiscal no es una queja “de ricos” frente a unos gobiernos centrales generosamente redistribuidores. Más bien es una injusticia profunda en nombre de una demagogia social, un autoritarismo político y un maltrato a Catalunya.

 

Hoy, la financiación llega a ser más que el doble por habitante en las CCAA forales, o en Extremadura, que en Catalunya. Un estado decente se esforzaría y admitiría la presión de la demanda de equidad, la cual, en primera instancia, hablaría de valores nominales de financiación, pero en segunda derivada debería admitir el diferencial del coste de la vida entre CCAA, que explica un diferente esfuerzo fiscal real. Aquello plenamente constitucional sería la ordinalidad y aquello inconstitucional es la falta de equidad. Una verdad que hace falta, pero, emerger.

Ni el principio de ordinalidad ni el término equidad forman parte del texto de la constitución española


El titular del escándalo anual sobre el déficit fiscal es una muy insuficiente denuncia del maltrato que nos procura el estado. Es, ciertamente, un importante síntoma, como lo es la fiebre en una enfermedad, pero no nos conformemos si el médico nos habla de fiebre. Hace falta más. El empresario no puede hacer de contable, hace falta que vaya más allá, especialmente cuando las cifras son dolorosas. El consejero de turno no puede hacer solamente de contable, sobre todo cuando la respuesta del estado es que él practica “la igualdad de los españoles”. Frente a esta simple respuesta, pero paralizando, nos hace falta demostrar la ausencia de equidad, su injusticia. De lo contrario, quedarnos en la queja equivale a ser ingenuo y a la vez masoquistas, o sea disfrutar estúpidamente del dolor.

En consecuencia, mucha gente piensa que solo podemos intentar separarnos de este estado, criticar el texto constitucional y hacer de él un baluarte de la injusticia. Pues es un error. Porque prescindir de la constitución y de los principios del derecho nos deja en el mismo espacio que aquellos contra-vacunas que, en bloque, legitiman la medicina ortodoxa, pero toda, tanto aquella de buenas prácticas, como también aquella de malas prácticas. De aquí que hoy, la extrema derecha aparezca “constitucionalista”.

La reclamación de la equidad, o del principio de ordinalidad, no es tampoco ni simple ni inmediata, al menos en nuestro contexto. Podría ser un esfuerzo factible de creación de relato, de discurso político, jurídico y legal. Un único discurso, pero presentable en la Catalunya interior, en las españas y en el mundo. Un argumento documentado que acuse de la falta de equidad y que exija respuesta. Un trabajo solo es viable si la audiencia es amplia y si el emisor es solvente, no simplemente académico y político, sino revestido de presencia social. Tenemos las bases y los borradores, pero nunca se han encuadernado ni firmado. Es toda una faena pendiente, por más que mucha gente lo dé como una historia pasada y superada. Pues no, por qué nuevamente nos quedamos en la impotencia de solo poseer la única arma del querer ser, la cual cosa es un salto al vacío. Superar o desmentir un estado significa acorralarlo a las cuerdas, hacerlo entrar en contradicción, exponer sus vergüenzas al mundo, etc., lejos del triunfalismo de un soñador en plena derrota.

La constitución española ha logrado una evolución positiva en algunos aspectos de libertades personales, pero se cierra bajo cerrojo en términos territoriales. Y el precio del cierre general se legitima con la apertura puntual. Catalunya votó masivamente en la confianza de su evolución positiva, que ha sido un engaño, por involución. Tenemos toda la legitimidad para la denuncia de la deriva, siempre que nos lo tomemos seriamente y deshagamos el chantaje. Un estado que te excluye es un argumento más decisivo que la simple voluntad de irse. En síntesis: el debate democrático, la construcción de argumentación, es una herramienta imprescindible de combate en la voluntad de ser.

 

La reivindicación de un estado cómodo es el paso previo para justificar el estado propio, en el caso que el estado que nos ha dado ratifique que no quiere ser compartido. El esfuerzo del camino para que este estado sea justo, es el mismo recorrido que hace falta para separarse, porque, si nos vamos, será para que nos echen. Hagamos judo, no boxeo.

Tenemos toda la legitimidad para la denuncia de la deriva

Y tampoco es que queramos ser “diferentes”, como nos acusan, sino más bien ser iguales como todo el mundo, ciertamente desde nuestra comodidad e identidad (como todo el mundo, las suyas). La cuestión no es sufrir el agravio, es construirlo, hacerlo evidente. No es llorar, es driblar el golpe.