Nuestra vida cotidiana se desarrolla en un escenario de abundancia de objetos para el consumo la duración del cual está limitada artificialmente. En un corto periodo de tiempo los objetos pierden su valor, se hacen inservibles funcional o simbólicamente, para dejara una nueva gama de renovados objetos llestos para reiniciar el vertiginoso ciclo de nacimiento-uso-obsolèscencia-rechazo. Es bastante evidente que el consumo sigue caracterizándose para poseer un marcado valor económico e instrumental, pero al que sin duda se le suma un valor expresivo o simbólico, relacionado con la apropiación, por parte de los consumidores de los múltiples objetos de consumo puestos a su disposición, a través de los cuales se forja la identidad individual, la distinción y la diferenciación.
Sin embargo, la aparición de nuevos escenarios en que se pone en juego la colaboración, la participación y el sentido de comunidad, hace que se generen renovados espacios que vehiculan la interacción social en el ámbito del consumo. Prueba de esto son las comunidades de marca o la tendencia al consumo colaborativo o de utilidad pública (gestión y uso colectivo de los bienes), elementos que configuran un restaurado escenario de consumo y en el cual se modifica el sentido social de la actividad de consumo.
Estaríamos así frente a una cierta superación de la propensión a la propiedad individualizada de los objetos, extendiéndose la tendencia a compartir (sharing), la cual, entre otros aspectos, reportaría a la persona el beneficio de reforzar el sentimiento de unidad con sus semblantes y grupos de referencia más próximos.
Las bondades de un sistema de estas características choca muchas veces frontalmente con intereses corporativistes o gremiales. En tales situaciones, son los propios requisitos que solicita la Administración, para poder pertenecer al gremio o ejercer determinadas profesiones, los que acaban convirtiéndose en las barreras de entrada para las dichas compañías de negocios (y que normalmente ofrecen sus servicios a través de Internet) puedan operar con normalidad, a fin de que un determinado colectivo pueda continuar manteniendo un determinado estatus quo.
La cuestión se complica mucho más cuando los servicios que ofrecen estas compañías afectan todo un colectivo. El ejemplo lo hemos podido observar recientemente cuando buena parte de los taxistas de nuestro país se ha levantado en pie de guerra poniendo el grito al cielo ante compañías que ofrecen servicios de desplazamiento en vehículos particulares y se anuncian a través de Internet.
Está claro que el colectivo ha ganado la primera batalla. Sin embargo, es evidente que no ganará la guerra. Entre otros cosas, porque los usuarios no elegimos un servicio de transporte como el del taxi para desplazarnos porque el conductor disponga de una licencia oficial preceptiva que le permite ejercer. No es, para así decirlo, un criterio de elección básico del usuario. El elemento rae en otro aspecto: en el precio. De aquí, que en un futuro próximo, sea más que previsible un aumento en este choque de intereses; un conflicto globalizado, la regulación administrativa del cual, resultará cada vez menos relevante y eficaz.
Es por eso, que servicios como los que ofrecen compañías, como la mencionada, lejos de desaparecer por las medidas reguladoras que pueda adoptar en un futuro la Administración, pueden acabar constituyendo un elemento distintivo; algo así, como un símbolo de referencia para muchos consumidores. Símbolo, en este caso, vinculado a la necesidad de cambiar las pautas de comportamiento en nuestra cultura occidental de consumo..
Internet, como herramienta de gestión de este cambio, viene a recordarnos que el cliente continúa siendo el rey.