La vida es corta y agotadora, pero hay momentos en los que nos damos cuenta de que, la mayoría de las cosas que hacemos, no son tan imprescindibles como pensamos. Momentos donde sentimos que todo lo que nos llena la cabeza de nubes sólo son distracciones de una vida agobiada que no nos deja vivir lo que se esconde detrás de las tormentas de nuestra rutina. Vivir, al final, no reside en todas las tareas de la lista. Vivir reside en las pequeñas victorias cotidianas que, cuando te encuentras a las puertas de la muerte, la pérdida o la enfermedad, aprendes a valorar y apreciar. Hay cosas que no podríamos pagar ni con todo el oro del mundo. Los amigos, la familia y las personas queridas son por lo que tiene sentido vivir, pero el encuentro de la felicidad, la completud y la paz reside en despertarse una mañana tocada por los rayos de Sol, la tranquilidad de tomar un café con una amiga en la tarde después de trabajar o la calma de las infusiones antes de acostarse. Las cosas pequeñas, a veces, son lo que dan sentido a la vida.

Hace unas semanas me hice un tatuaje. Un tatuaje en honor a una persona a la que no le gustan los tatuajes. Toda una contradicción que, en última instancia, como lo llevo yo, tiene mucho sentido. Me hice un tatuaje a raíz de una conversación que tuve con mi padre.

Vivir reside en las pequeñas victorias cotidianas que, cuando te encuentras a las puertas de la muerte, pérdida o enfermedad, aprendes a valorar y apreciar

Esta semana he vuelto a casa. Y en casa hay un sitio, un lugar concreto, que me recuerda las ganas de vivir. Es una tumbona rosa y estrafalaria en la que nos sentábamos con mi padre cuando hacía el tratamiento. Un lugar donde se sentaba también con mi madre a mirar el paisaje, y un lugar donde se sentaba solo, cuando quería escuchar música tranquilamente. Un lugar que, si lo viera, no dirías nunca que es habitable. Una esquina de un porche donde el suelo está frío y que queda cubierto de trozos de verde cuando cortamos el césped. Pero en esa esquina vivimos muchas cosas, y en esa esquina es donde he tenido las conversaciones más importantes en los últimos días de vida de mi padre. En una de esas conversaciones, le pregunté qué haría, si pudiera volver a vivir toda su vida de nuevo. Me miró, con esa tranquilidad de quien sabe que no le quedan demasiados días, me sonrió y dijo: "vivir". Cuando chorrean entre los dedos las últimas gotas de energía, la vida se transforma en un valor en sí, en algo digno por lo que luchar. Respirar cada momento es un tesoro, y estar, el mero hecho de estar presente, un regalo.

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Me hice ese tatuaje en parte para recordar siempre a mi padre, algo que no hace falta recordar, porque pienso en él cada día. Pero la razón principal de grabarme de forma permanente un mensaje en la piel era asegurar que nunca olvidaba que la razón principal, la más importante, era vivir. Y vivir no sólo implica respirar, comer, dormir o cuidarme… vivir implica, ante todo, tomar aquellas decisiones que me conduzcan hacia la felicidad. Vivir puede decir muchas cosas en muchos momentos de la vida, pero olvidar su valor, la vida digna, no es un lujo que nos deberíamos dar. No cuando tantos no la tienen, y no cuando algunas de las personas que quiero la han perdido. Por eso, unas letras en Times New Roman en el brazo me recuerdan cada mañana desde hace unas semanas que hay que vivir, mientras me despierto una mañana tocada por los rayos de Sol, me tomo un café tranquila con una amiga por la tarde después de trabajar o sorbo la calma de las infusiones antes de acostarme.

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