Clausurar la póliza de seguro

Los consumidores están en ocasiones indefensos ante los mecanismos de empresas prestadoras de servicios que no operan en su mejor interés

Las compañías de seguros a menudo ponen más vallas que facilidades cuando los clientas las necesitan | iStock Las compañías de seguros a menudo ponen más vallas que facilidades cuando los clientas las necesitan | iStock

Dos pequeñas anécdotas domésticas me han colocado ante una disyuntiva tremenda: mantengo un par de seguros o los clausuro a finales de este año. Uno de ellos es el de manitas, que me cubre las distintas eventualidades del hogar, arreglos que los que no somos mañosos no sabemos por donde empezar. Resulta que, para una de estas emergencias menores, llamo a mi seguro de manitas. Al otro lado del teléfono, me responden que no pueden cubrir el servicio, pero que busque a otro y que les pase la factura. Qué tontería, les digo, si debo empezar a preguntar por ahí para encontrar otro profesional, ¿para qué los he contratado a ustedes?; no saben qué responderme y así se acaba la conversación.

El otro problema se produce a raíz de un reventón en los baños, consecuencia de lo cual hay que abrir media casa para reparar las tuberías. Muy amable, mi agente de seguros tramita la factura de los costes de reparación y la aseguradora acaba ofreciéndome como última cantidad un tercio de lo que vale la reparación. En la negociación, los responsables de esa compañía me acaban culpando de no cuidar adecuadamente mis árboles para evitar que las raíces penetren en las tuberías. Y les respondo que qué tontería: si me tengo que cuidar de eso y de lo otro y de lo de más allá, ¿para qué les necesito a ustedes? No prospera la discusión y me dicen que si no estoy de acuerdo que tome mis decisiones.

 Qué tontería: si me tengo que cuidar de eso y de lo otro y de lo de más allá, ¿para qué necesito un seguro?

Ante las dos emergencias y sus consiguientes procesos de resolución, tengo varias opciones: 1) dejarlo todo como está y resolver las dos cuestiones con otros servicios, otras compañías de seguros ú otros agentes; 2) seguir protestando ante mi agente y las compañías y dar la batalla personal reclamando lo que me parece justo; 3) acudir a los servicios de mediación de administraciones o asociaciones de consumidores; 4) presentar batalla en las redes sociales o a través de cartas al director de un medio de comunicación que me comprenda; o 5) presentar demanda ante un juez, que a lo mejor se va a reír de mi ante semejante pequeña demanda entre las grandes e importantes que gestiona, y empantanarme con abogados para unos cuantos dineros que acabarán siendo lo comido por lo servido. No se me ocurre ninguna otra salida, aunque supongo que algún buen lector habrá optado por otra con más éxito.

La segunda me hará gastar mucho teléfono y tendré muy pronto la sensación de que se me siguen toreando. La tercera de acudir a la mediación pública o de las asociaciones de consumidores, me halagará los oídos, pero, sin dudar de su efectividad, me encontraré dentro de unos meses en el mismo punto que estoy ahora. La cuarta, ya tengo bastante con mantenerme a flote en las redes sociales como para reivindicar que una compañía no cumple con su cometido. Y la quinta, no me apetece en este momento de mi vida seleccionar a un abogado para pleitear por ambos asuntos: los abogados de la compañía nos van a destrozar a jurisprudencia durante los próximos meses o años y me voy a sentir más ridículo que ahora.

La vergüenza del consumidor

Así que he decidido quedarme con la primera, clausurar mi póliza y buscar otro intermediario con la esperanza de que cuando aparezca una eventualidad la resuelva a mi favor. Pero, una vez tomada esta solución, en vez de tranquilizarme me revelo. Me sulfuro. Me doy vergüenza, como consumidor, de actuar de esta manera. Durante uno de los períodos de estudio, tuve la oportunidad de estudiar in situ el funcionamiento de los ombúdsmanes suecos. Llamaban las personas por teléfono con sus reclamaciones. Desde estas oficinas de defensor del consumidor confirmaban los extremos y contactaban con el comercio, la fábrica o el servicio público identificado y al instante devolvían la llamada al posible perjudicado resolviendo su demanda.

Confirmo que centenares de cuestiones como la mía se resolvían en una mañana antes de la hora de comer. Era tal el prestigio del ombudsman que les permitía detectar a la vez si alguien quería defraudar a una empresa o viceversa. Sin aspavientos, sin recriminar al pobre consumidor ni apabullar al productor, comerciante o servidor público, se solucionaban los problemas.

Sin aspavientos, sin recriminar al pobre consumidor ni apabullar al productor, comerciante o servidor público, se solucionaban los problemas

Claro que hay agentes de seguros que se enfrentan a las compañías exigiéndoles en nombre del cliente, y compañías sensatas que atienden debidamente a quienes confiaron en ellas. Claro que existen defensores del cliente. Claro que las redes sociales pueden desempeñar un rol de denuncia, aunque menos el de persuasión o mediación. Claro que los jueces juzgan numerosos casos de este tipo, pero los consumidores tenemos la sensación de que los tribunales son lentos; no porque la justicia no deba ser lenta sino porque cuesta demasiado tiempo obtener resultados, obtener sentencias. No son cotidianos, ni cercanos, ni muchas veces comprensibles y la mayoría de las veces atemporales.

Al final de estos dos episodios, tengo la sensación de haber perdido el tiempo. A lo mejor no debería necesitar un manitas y aficionarme al bricolaje, y cuidar mejor mis cañerías. Pero, entonces, debería trabajar menos en mi profesión y dedicar una parte de mi tiempo a estos cuidados. Me pregunto que, si acabo convirtiéndome en un superhombre reparándolo todo con mis manos, sería el culpable de que no se crearan puestos de trabajo especializados, ni empleos, y por descontado, no se desarrollaría la sociedad a base de empresas, contratas o autónomos. De este modo, volveríamos a las cavernas o a los gremios medievales, que era un modelo de vida en el que los riesgos no tenían cobertura ni intermediarios que velaran por ellos. En balde se habría desarrollado la revolución industrial porque no existiría la división del trabajo ni las enormes capacidades de profesiones y oficios que enriquecen el contexto de nuestros pueblos y ciudades. Problemas de un consumidor en una sociedad super desarrollada.

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