El coste de la soledad es demasiado grande

Sean causas internas o externas, la sociedad debe analizar y profundizar en la soledad, desde el punto de vista de la formación y del marco legislativo

Arte conceptual sobre la soledad | iStock Arte conceptual sobre la soledad | iStock

El 13,4% de la población española se siente sola sin quererlo. Lo que más llama la atención del estudio que se acaba de publicar es que los jóvenes de 16 a 24 y los de 25 a 34 declaran sentirse más afectados (21,9 y 16,5%, respectivamente) que no los mayores de 75 años (12,2%). Una de cada cinco personas afirma que se trata de una actitud estructural; no le pasa sólo los fines de semana, ni durante la noche, ni de vez en cuando, sino que se siente solo cada hora del día. Si sumamos los costes sanitarios, los de la falta de productividad y los de calidad de vida, el resultado es estremecedor: más de 14.000 millones de euros, es decir, el equivalente al 1,17% del PIB.

El trabajo que se acaba de publicar en El coste de la soledad no deseada en España por el Observatorio Estatal de la Soledad No deseada y se sitúa en la línea de investigaciones similares realizadas en otros países. De este modo, aparece aquí el mismo problema escalofriante: la soledad es un hecho generalizado en toda la población, y abarca a todas las generaciones. Si hasta ahora permanecía la imagen de la soledad asociada exclusivamente a las edades más avanzadas, sobre todo, a raíz de la pérdida de la pareja o el ingreso en una residencia, a partir de ahora este estado de ánimo afecta a toda la población, y sobre todo, toma empuje entre los jóvenes; de lo contrario, contra el criterio general, la diferencia por género es mínima.

Ha nacido un nuevo modelo de convivencia donde la presencialidad y la virtualidad serán muy distintas de las etapas anteriores

No es nuestro trabajo analizar aquí sus causas; lo dejamos para los sociólogos y los psicólogos, que tienen mucho que decir. Es evidente que las transformaciones tecnológicas empujan a las personas hacia un escenario social radicalmente distinto a la etapa anterior, y que las herramientas digitales empujan a una sociabilidad presencial mucho menor. Pero tampoco queremos entrar tampoco a juzgar si las reuniones físicas entre las personas son más relacionales que a través de los chats, de los juegos o de cualquier red social, porque la cuestión es mucho más profunda. Ha nacido un nuevo modelo de convivencia donde la presencialidad y la virtualidad serán diferentes de las etapas anteriores. El hecho de que nos interesa es que provoca un estallido de soledad oscura, escondida y cara, muy cara.

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Desde el punto de vista económico, preocupa enormemente el coste de este estado de ánimo que aqueja a más de una de cada diez personas, una proporción muy elevada y creciente. Al desglosar los costes, cabe preguntarse dos cosas. En primer lugar, cuál es la responsabilidad de la estructura social, que en la mayoría de los casos la esconde o mira hacia otro lado, mientras sufre la gente concernida. Y, en segundo lugar, cómo enfrentar adecuadamente su tratamiento y mejora, lo que reduciría sustancialmente la factura del problema creado.

Coste impagable

El estudio desglosa los costes sanitarios en tres partidas principales. La primera, la frecuentación de los servicios sanitarios. Las enfermedades derivadas más frecuentes son las depresiones, ansiedad crónica, enfermedades mentales, infartos, hipertensión y enfermedades cardiovasculares. Todo esto supone la visita periódica tanto al médico de familia como a los especialistas, el uso de los servicios de urgencia, las estancias hospitalarias y los traslados en ambulancia. Hay que añadir finalmente el gasto de medicamentos -tranquilizantes, relajantes, antidepresivos, estimulantes, pastillas para la tensión, para el corazón y otras disfunciones-.

La segunda partida se asocia a la pérdida de productividad. Este aspecto cobija a las discapacidades, las limitaciones de movilidad o de memoria y otras, que impiden que las personas cumplan sus compromisos laborales. Y la tercera, la angustia que provoca la pérdida de calidad de vida en las personas que sufren, a consecuencia del sufrimiento físico y emocional o la muerte prematura que afecta a miles de personas.

Sean causas internas o externas, la sociedad debe buscar soluciones a la soledad, desde el campo de la formación y del legislativo

Un panorama oscuro en una sociedad agobiada por muchas cosas, que, a menudo, concibe la soledad como una enfermedad menor, si no es que la borra del mapa. La pandemia ha acelerado la notoriedad del fenómeno y los signos evidentes lo evidencian. Hay causas internas, correspondiente a cada persona, y las externas, forzadas por la sociedad, aunque unas y otras se entrelazan amplificando el problema. El principal motivo tiene que ver con la carencia de convivencia, apoyo del hogar o social; el formato familiar se resiente de los cambios tecnológicos y de era industrial. Más de la mitad de los damnificados (57,3%) considera que ésta es la raíz del problema. Desarraigo. Rigidez de la escala social. Agresividad del entorno competitivo. Expulsión del mercado de trabajo. Junto a estos factores, otros cooperan, como por ejemplo, la dificultad para relacionarse con el entorno (12,7%); la residencia lejana de los familiares (11,9%), forzada por la multinacionalización de la economía; el aislamiento a causa del ruido no siempre físico del entorno (8,6%); o el estrés provocado por las condiciones laborales (6,2%).

Sean causas internas o externas, la sociedad debe buscar soluciones, desde el campo de la formación y del legislativo. Emprender soluciones para mitigar el sufrimiento de tanta gente se presenta como una fórmula, nada exenta de dudas y dificultades, pero mucho más humana que la de dejarla sufrir; y a su vez más barata. El coste de la soledad es demasiado grande.

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