¿En qué burbuja vives?

Las percepciones de las cosas sólo cambian cuando se reciben opiniones diversas, se escuchan y procesan

Todo el mundo vive en una burbuja | iStock Todo el mundo vive en una burbuja | iStock

Todo el mundo vive en una burbuja, en períodos de recesión o depresión, pero también en los momentos de euforia. Asegurarse de este modo, reafirma lo propio y refuerza a la persona ante las debilidades y amenazas inherentes a la condición humana, más aún en tiempos de cambios tecnológicos radicales. El problema es cuando residir en su interior conduce automáticamente a rechazar todas las influencias e intercambios externos y convertir el exterior en el enemigo.

La primera vez que vi reflejado en un artículo el adjetivo DF asociado al Madrid político, utilizado por el director adjunto de La Vanguardia, Enric Juliana, me hizo mucha gracia. Era un hallazgo feliz, más bien irónica, pero que adivinaba la tecla para expresar algo real o una pretensión de ser de los madrileños. La capital del Estado había creado un microcosmos respecto a casi todo, que la diferenciaba del resto. Con el tiempo, lo que era una forma curiosa de referenciar a los madrileños, a su gobierno, a su talante se ha acabado convirtiendo en unas actitudes propias, una autoafirmación de todo lo propio, de un desprecio al resto. Se hincha la burbuja. Adquiere vida propia. Se autoimpulsa, como una batería que se recarga sola. Se crea la marca y en explotarla, con agenda propia, con lenguaje propio, con liturgia propia. Hablemos de Madrid, del Madrid oficial. Pero a menudo sucede si nos referimos a un organismo público. En un gobierno. A un partido. En una compañía de teatro. En una familia. En una parroquia. En una tertulia radiofónica o televisiva. En Youtube. En TikTok. En Instagram o Facebook. Los componentes de la partida viven rodeados en su entorno más inmediato, respiran el mismo aire, paisaje, sentimientos, sensibilidades, argumentos, fuentes de información. Conocen en profundidad las reglas de su juego de su manada.

Dos aspectos a considerar. El primero, dentro de cada burbuja, se vive confortablemente; incluso bajo la sombra de un Leviatán. El segundo, la reafirmación de lo propio no debería impedir dejar de relacionarse con las otras burbujas. Ahora bien, diríamos que en los tiempos en los que nos ha tocado vivir, las tecnologías iluminan más que otros períodos de la historia el ego y sus atributos; todo es más cómodo y atractivo. De este modo, enriquecen, pero a la vez ayudan a simplificar las cosas de tal modo que la adhesión al propio comporta automáticamente la negación del resto. Más aún, el código de la burbuja es que fuera de ella vive el enemigo, se debe negar, renegar, aniquilar, evitarlo a toda costa.

Los componentes de la partida viven rodeados en su entorno más inmediato, respiran el mismo aire, paisaje, sentimientos, sensibilidades, argumentos, fuentes de información

No es sólo la tecnología la culpable. Inciden también otros factores, como la incertidumbre ante el futuro profesional o de la economía, la inseguridad frente a los grandes descubrimientos que aparecen cada día, dejan boquiabierto a todos y hacen empequeñecer a las personas. Todo esto reafirma la tendencia hacia el egocentrismo de cada burbuja y el aislamiento de los grupos. Los nuevos modelos de negocio digitales, la omnipresencia de las imágenes y las informaciones, la capacidad de distorsionarlas, amplificarlas, mezclarlas con mentiras, transmitirlas a través de la jungla de webs y redes sociales han hecho el resto.

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Sólo desde esta óptica, podrían entenderse algunos hechos contemporáneos, como que los diputados de un grupo político tiren los auriculares al Parlamento -la casa de la palabra, la discusión y el consenso-, en el momento es que se permite por primera vez expresarse en todas las lenguas patrias. O que Luis Rubiales, el expresidente de la Federación Española de Fútbol, no se haya enterado aunque lo que estaba detrás de su beso robado a Jennifer Hermoso era una estructura machista, que esa sociedad no soporta. O que muchos analistas interpreten los datos económicos actuales del país en negativo, cuando es algo la recuperación del PIB, la mejora de la calidad de los puestos de trabajo, el control de la inflación y otros. Se puede preferir hablar en castellano que en catalán, dejarse llevar por una euforia momentánea y besar a una empleada, decir que otros parámetros de la economía van peor, pero lo que no se puede negar es la evidencia.

La gente teme no entender las cosas que pasan. Prefiere repetir lo que sabe y le reafirman los suyos. Si habláramos más las cosas, nos escucháramos, las discutiéramos

"¿Por qué algunas personas niegan la evidencia?" -preguntaba la profesora el otro día a una clase de secundaria, tras mostrar algunos ejemplos de hecho incontestables, como los avances del cambio climático y el destrozo del planeta, la evolución de unos indicadores económicos, los kilómetros que separan Roma de Santiago, o que El infinito dentro de un junco, de Irene Vallejo fue editado por la editorial Siruela en 2019 y al año siguiente en catalán por Columna y Edicions 62-.

Se hizo un silencio. Pero una chica tomó la palabra:

  • La gente teme no entender las cosas que pasan. Prefiere repetir lo que sabe y le reafirman los suyos. Si habláramos más las cosas, nos escucháramos, las discutiéramos, estuviéramos abiertos a escuchar y recibir cualquier opinión y le dedicáramos aunque fuera un minuto, no tendríamos tanto miedo y nos pelearíamos menos.

 

Las percepciones de las cosas sólo cambian cuando se reciben opiniones diversas, se escuchan y procesan. En momentos de cambio radical, más aún.

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