Profesor de la UPF Barcelona School of Management

Aquellos primeros trabajos de verano

14 de Junio de 2025
Oriol Montanyà | VIA Empresa

El primer día de clase, cuando me presento a los alumnos, siempre les explico que mi trayectoria profesional no comenzó con un contrato fijo en una multinacional, sino durante los veranos, recogiendo fruta dulce en una finca de l’Urgell y, poco después, repostando carburante en una gasolinera de Solsona. Es en ese momento cuando detecto, casi de forma inmediata, algunas caras de sorpresa y una cierta incredulidad. Y aprovecho la reacción para introducir una reflexión que a menudo hay que recordar: que las personas no siempre son como aparecen en las redes sociales, donde parece que todo el mundo haya nacido con 40 años y siendo “mánager” de cosas. 

 

De hecho, en el contexto actual, donde el valor del mérito a menudo se confunde con la apariencia, conviene reivindicar con fuerza la importancia de aquellos primeros trabajos que ayudan a iniciar con buen pie el largo camino laboral. Sin ir más lejos, hace sólo unas semanas, durante un congreso sobre talento joven, una destacadísima directiva de una reconocida empresa catalana afirmaba que lo primero que mira en un currículum no son los idiomas ni los estudios de posgrado, sino si la persona fue capaz de compaginar los estudios con algún trabajo de verano o de fin de semana. 

"Hay experiencias profesionales de base que no aportan títulos, pero transmiten valores y marcan la diferencia"

Y es que una de las grandes lecciones que te dejan estos primeros trabajos es, precisamente, aprender a valorarlos. Y hacerlo en mayúsculas. Porque experimentar una inmersión real en sectores como la agricultura, la industria o los servicios, ayuda a entender que no hay ocupaciones de primera ni de segunda. Todas son necesarias y respetables. Todas cumplen una función imprescindible para hacer funcionar el engranaje social. Por lo tanto, son experiencias que sirven para desmenuzar prejuicios, ahuyentar el fantasma del esnobismo y comprender que cualquier trabajo atesora un significado especial. De este modo, cambia para siempre la perspectiva y disminuye el riesgo de cometer uno de los errores más comunes y detestables: mirar a alguien por encima del hombro. 

 

Las primeras ocupaciones también son una escuela para captar el valor diferencial del trabajo bien hecho, ya que conectan directamente con una de las evidencias profesionales más sólidas: tratar las cosas con cuidado tiene un impacto directo en el resultado. Es lo que intentaba explicar el almirante estadounidense William McRaven cuando se plantó delante de 8.000 estudiantes universitarios para decirles: “si alguien no sabe hacerse bien la cama, no esperéis que haga bien las cosas grandes”. Y este valor, tan fácil de enunciar pero tan difícil de inculcar, se interioriza mucho mejor en trabajos de carácter operativo, donde la diferencia entre hacer un café con gracia o sin ella, montar una estantería recta o torcida, o atender a un cliente con empatía o indiferencia, se percibe de una manera inmediata y contundente. Es así como se entiende que la excelencia no depende del cargo, sino de la actitud con que afrontas cualquier tarea, por pequeña que sea. 

Por otro lado, en estos trabajos de verano, a menudo aparecen maestrías inesperadas que dejan una huella profunda. Son lecciones que no llegan de un plan de estudios, sino de personas experimentadas con ganas de transmitir su saber. Es aquel tendero que te descubre pequeños trucos para mejorar los procesos. O el monitor del centro de verano que te hace entender que los niños no buscan superhéroes, sino referentes coherentes y cercanos. O aquel jefe de obra que te enseña que el orden de los factores sí que puede alterar el producto final. Sea cual sea el rol, en todos estos casos se pone en circulación una ética profesional basada en el compromiso, el respeto y la responsabilidad. De este modo, a través de gestos cotidianos y frases sencillas, se construyen las primeras convicciones sólidas sobre qué significa trabajar bien. 

Pero quizás el aprendizaje más evidente (y a la vez más determinante para cualquier trayectoria profesional) es que estos primeros trabajos ayudan a interiorizar la cultura del esfuerzo. Sirven para entender que las cosas cuestan, que nada llega solo, y que sólo con constancia y dedicación se pueden obtener resultados. Una vez adquirida esta conciencia, hace que sea mucho más difícil que se caigan los anillos para realizar según qué tareas, inyectando una capacidad de adaptación que se convierte en clave. Asimismo, estos valores vinculados a la humildad también ayudan a rebajar expectativas y a cultivar la paciencia, dos habilidades imprescindibles en un contexto donde la frustración se está convirtiendo en el enemigo principal de toda una generación. 

Mi tío es la persona que tuvo el atrevimiento de darme aquel primer trabajo de recolector de manzanas en l’Urgell. Pero asegura que la cosa ha cambiado. Y que ahora es muy difícil encontrar jóvenes que dediquen buena parte del verano a trabajar en el campo. ¡Qué lástima! Porque aquellas primeras experiencias no sólo aportan un puñado de aprendizajes de valor incalculable sino que, además, dejan un recuerdo fantásticamente positivo en la memoria.