No conduzco. Todo el mundo se queja porque cómo puede ser que haya tenido tiempo de acabar dos carreras y un máster y no de sacarme el carné de conducir. Cómo puede ser que me haya ido a vivir fuera antes de aprender algo tan básico que, a estas alturas, ya sabe hacer todo el mundo. Mira, lo siento. Nunca me han encantado los coches, ni tampoco he sentido una gran curiosidad por conducir. Un amigo muy querido me dijo que él no conducía porque le gustaba necesitar a los demás para algo, y otra me confesó que lo hacía para demostrar que ella también era inútil en algo, y no perder ese sentido de la humildad. Dejémonos de engañar: yo no me he sacado el carné porque nunca me han entrado muchas ganas y, en general, me ha dado muchísima pereza.
El hecho de que a mí los coches no me digan nada me ha hecho entenderlos como una cosa con ruedas que me lleva del punto A al punto B. Evidentemente, entiendo cuándo un coche es bueno, me sé los nombres de las marcas, y puedo entender por qué, a las personas a las que sí les gustan, les gustan tanto. Pero a mí nunca me han dicho nada en especial. Después de una de las citas más largas de mi vida, el chico me dijo si le acompañaba a buscar el coche. Yo, claro, ya sabía que lo tenía aparcado al otro lado de la ciudad, pero como estaba muy a gusto hablando con él, le dije que sí. Cuando llegamos, encendió las luces del coche desde lejos, intentando impresionarme con un coche bastante impresionante. Claro, lo que él no sabía era que yo seguiría andando buscando cuál era su coche, sin entender la maniobra de seducción motorizada. A mí se me impresiona con un entrecot bien crudo, con flores o con libros. Claro que él todavía no lo sabí
Vino corriendo a buscarme, y me señaló el coche con el dedo. “¡Ah! No pensaba que fuera este”, le solté. Parecía decepcionado, así que decidí hacer un esfuerzo. En realidad, era un coche elegante y me gustaba. Entré al coche sacudiéndome los zapatos como nos obligaba a hacer el padre de una compañera de escuela que también tenía un coche impresionante, y me senté. Qué comodidad, pensé. A mí me encanta mi bici, pero no es ni de broma tan confortable. Había una pieza debajo de las rodillas para apoyarlas y aumentar la comodidad, y todo el coche era suave pero sin parecer de futbolista hortera. “¡Anda!”. De repente, noté que algo me quemaba el culo. Se echó a reír y me miró con ternura. “Tiene calefacción en el asiento, pensé que te gustaría, hacía frío fuera”. Él se veía muy convencido de su coche, y yo empezaba a no entender si era un coche o un transformer. ¿Qué más escondía, aquella montaña de hierro? ¿Una cocina? ¿Una silla de masajes? ¿Una cámara secreta? Empezó a explicarme cuándo se compró el coche y por qué le tenía tanto cariñ
"Chico, a mí se me impresiona con un entrecot bien crudo, con flores o con libros. Es claro que él todavía no lo sabía"
También me contó algunas anécdotas con familia y amigos en el coche, y cómo lo cuidaba para que le durara muchos años. “Quiero que me acompañe toda la vida, y por eso intento cuidarlo mucho y llevarlo siempre al taller cuando le pasa cualquier cosa”. “Vaya, sí que lo quiere”, pensé irónicamente. Pero también me gustó ver que, para él, más que una chatarra para fardar, era una inversión a largo plazo, un buen vehículo que le tenía que durar muchos años. Yo no tengo ese vínculo con mi bicicleta, quizá sí con mis piernas, pero por razones evidentes. Tengo amigos que quieren mucho a sus coches, que los cuidan y veneran como si fueran uno más de la familia. A mí no me ha pasado, pero empiezo a entenderlo. Me acomodo en ese sillón y lo miro mientras me da la mano de reojo. “Ojalá yo le guste tanto como el coche”.