Me gusta estar con jóvenes. Contrariamente a lo que a veces se dice, creo que tenemos una generación que nos da mil vueltas, al menos si comparo cómo era yo a su edad. Por lo menos a mí me las dan.
Este artículo nace de una idea que me ronda desde hace años, y que estos días terminó de tomar forma gracias a una comida improvisada con un grupo de jóvenes y a disponer, por fin, del tiempo para sentarme a escribir. Me sentí afortunada de estar allí. Entre risas, confidencias y anécdotas, surgió el tema: la geolocalización constante por parte de sus madres y padres. Se quejaban con ironía en unos casos, con resignación en otros. De nuevo, esa sensación de “tengo que escribir sobre esto”.
Me preocupa el hecho de que, como sociedad, nos hemos acostumbrado a ver como algo natural —e incluso responsable— que madres y padres geolocalicen a sus hijos e hijas, especialmente durante la adolescencia. Es una práctica cada vez más extendida, sostenida por una idea cada vez más asumida: que proteger es saber dónde están en todo momento.
Pero es que la expresión del amor —sus gestos, sus formas—, como todo en la vida, también se aprende. Desde cómo se dice un “te quiero” —incluso si somos capaces de decirlo o se nos queda atascado en medio de la garganta, por miedo o vergüenza— hasta cómo se abraza. En casa se aprende todo eso: si nos besamos cuando nos vemos, los abrazos, las caricias, cómo nos hablamos, cómo nos ayudamos y cómo nos protegemos. Cómo nos cuidamos mutuamente, cómo nos amamos. Porque el amor es, esencialmente, eso: actos.
Y si lo que enseñamos es que estar pendiente de alguien todo el tiempo es una prueba de amor, ¿qué idea de cuidado y de confianza estamos transmitiendo?, ¿qué tipo de vínculos enseñamos si naturalizamos que quien te quiere tiene derecho a saber dónde estás en todo momento?
"Sabemos que el amor no es control, que el control no es acompañamiento, que saber todo el rato dónde está alguien no es lo mismo que estar disponible emocionalmente para esa persona"
Nos escandalizamos cuando oímos que adolescentes controlan a sus parejas por el móvil. Cuando él quiere saber si ella ha llegado, si está en casa, si está sola. Nos preguntamos cómo puede ser que ellas acepten ese control como algo normal, incluso como muestra de interés o amor. Y tal vez la respuesta esté más cerca de lo que quisiéramos admitir.
Porque si desde la adolescencia les enseñamos que estar localizables todo el tiempo es la forma de dar tranquilidad a quien nos quiere, que la preocupación se expresa con seguimiento, y que la respuesta al amor pasa por renunciar a la privacidad, ¿qué estamos sembrando?
Sabemos que el amor no es control, que el control no es acompañamiento, que saber todo el rato dónde está alguien no es lo mismo que estar disponible emocionalmente para esa persona. Así pues, geolocalizar no es cuidar. Y confundir esos conceptos puede tener consecuencias profundas en la forma en que entienden el amor nuestras hijas e hijos.
"Llegando a ciertas etapas, educar es esencialmente soltar, confiar y, sobre todo, acompañar desde el respeto, no desde la vigilancia"
No se trata de demonizar a madres y padres que, desde el miedo o la ansiedad, buscan proteger a quienes quieren. Se trata de mirar de frente las contradicciones. Y de recordar que, llegando a ciertas etapas, educar es esencialmente soltar, confiar y, sobre todo, acompañar desde el respeto, no desde la vigilancia.
Y además, creo que hay que decirlo, nuestra generación tuvo derecho a hacer el gilipollas, y eso es justo lo que les estamos arrebatando a nuestras hijas e hijos. Lo hicisteis, ¿verdad? Y sin que nadie supiera por GPS si estábamos en la plaza, en una fiesta o dando vueltas sin rumbo. La diferencia es que lo hicimos con margen, con espacio, con la posibilidad de meter la pata y volver. Con derecho a equivocarnos sin una app registrando cada paso.
Y eso, eso también nos hizo crecer.
Tal vez no podamos evitar que el mundo dé miedo. Pero sí podemos ayudar a esta generación a crecer con vínculos sanos. Y eso empieza por revisar qué formas de amor estamos modelando en casa.