Las tases finalistas a la actividad turística –sobre todo, por noches de alojamiento- son muy frecuentes y se extienden en todo Europa –Roma, París, Viena...- y también de los Estados Unidos donde, por ejemplo, graban el alquiler de coches en Florida. Habitualmente, tienen un carácter municipal y están destinadas a compensar el sobrecost que la estancia de los turistas comporta para los servicios municipales y, también a menudo, para la misma promoción del sector.
En Cataluña costó mucho que se implantara una tasa turística. El precedente de las Baleares –donde fue objeto de una implacable crítica del sector y rápidamente eliminada cuando el PP volvió al gobierno de las Islas-frenó la implantación. En Barcelona -tan líder en otras cosas, empezando por la gestión turística- los diversos consistorios de mayoría socialista no se atrevieron a implantarla. Tuvo que ser el Gobierno convergente de la Generalitat, asediado por los recortes y a la busca de mecanismos para financiar la promoción turística, quien asumiera el eventual coste político de la implantación de una tasa sobre las pernoctacions turísticas.
Hoy es evidente que todas aquellas reticencias del sector hacia la tasa están infundadas y la actividad turística marca máximo detrás máximo un año y otro, tanto en el sector de solo y playa –obviamente beneficiado por los graves problemas de seguridad los destinos alternativos- como el de la ciudad de Barcelona. La ciudad ya consiguió que el Gobierno catalán le cediera un porcentaje de la recaudación superior al que cedía al resto de municipios. Hoy, con nuevas mayorías políticas, el consistorio reclama una parte más grande todavía de la recaudación o, incluso, se ha hablado de establecer una tasa adicional propiamente municipal, como es habitual en todo Europa. El objetivo ya no sería tanto financiar la promoción del turismo como obtener recursos para minimizar los costes y las externalidades negativas que este genera.
Cómo vemos, de un planteamiento en origen estrictamente ambiental como los de las Islas Baleares del 2001, se está pasando a una visión más amplia que pretende no tanto limitar la actividad objeto de imposición –como hace habitualmente la fiscalidad ambiental-, sino hacerle internalitzar las deseconomies externas que esta actividad genera. Deseconomies en términos estrictamente ambientales –generación de residuos, de aguas sucias, de emisiones de CO2 por el alquiler de coches o los vuelos aéreos, de sobreocupació de espacios naturales...
Pero también en un sentido más amplio, aunque a menudo vinculadas al medio ambiente: congestión, ruidos, impacto paisajístico. Y todavía –y los objetivos de la nueva ecotasa balear lo apuntan- de abandono prematuro de la escolarización, de estacionalitat que comporta una utilización irracional de las infraestructuras turísticas, de mono cultivo productivo en actividades de bajo valor añadido...
El turismo seguramente es un caso extremo de actividad que aprovecha factores ajenos a la misma actividad –desde el clima al patrimonio, de la cultura al territorio y los recursos naturales- y que externaliza la gran mayoría de impactos negativos sobre este entorno que ya hemos enumerado antes. Es evidente que, para un funcionamiento racional de toda actividad económica -y el turismoes una de las más destacadas-, esta tiene que internalitzar el mantenimiento de las externalidades positivas y el coste de las negativas. Este no es un camino fácil por las reticencias de los operadores que basan su competitividad en la minimización de los costes y por la mala prensa que tiene en casa nuestra cualquier carga impositiva. El carácter finalista del impuestoañade atractivo, pero a la vez lo coloca en el foco de atención de la opinión pública. Aun así, el regreso de la mal llamada ecotasa –oficialmente denominada impuesto de turismo sostenible- indica un camino que hay que continuar explorando y perfeccionando.