Etnógrafo digital

HAL, Doraemon y el origen del mundo

17 de Julio de 2025
Josep Maria Ganyet | VIA Empresa

En junio estuve en París en el Congreso du Syndicat de la Presse Hebdomadaire Régionale, que en su 50ª edición trataba sobre el impacto de la inteligencia artificial en los medios de proximidad. La Alianza Francesa de Prensa de Información General reunió durante dos días a los principales periódicos regionales del estado francés para debatir cómo integrar la IA en los procesos de sus redacciones. Nos invitaron a explicar el caso de éxito de integración de la IA en los medios asociados del AMIC, la entidad que agrupa a todos los medios interactivos de proximidad en catalán, en los que hemos trabajado desde nuestra empresa Sorensen.

 

Después de dos días de debates, conferencias magistrales, demostraciones y mucha, mucha cultura francesa (con ministros y exministros incluidos), me pareció que, en el caso de la IA, la actitud de los medios franceses de proximidad era más pragmática que en otros cambios anteriores. Quizás por necesidad, por agotamiento o por no repetir los errores anteriores.

Cuando llegó la web abierta a mediados de 1990, los medios obtuvieron clics publicitarios fáciles a cambio de regalar online los contenidos que hacían pagar offline. Cuando llegaron las redes sociales, a partir de 2010, los mismos medios regalaron a sus lectores a las redes sociales a cambio de unos clics que han acabado teniendo que pagar.

 

“Cuando llegó la web abierta a mediados de 1990, los medios obtuvieron clics publicitarios fáciles a cambio de regalar online los contenidos que hacían pagar offline”

Me pareció que la integración de la IA en las redacciones que les propusimos —respetuosa con las especificidades culturales de cada comunidad receptora, capaz de generar audio en diferentes acentos de francés, privada y respetuosa con la propiedad intelectual del medio— era lo que estaban buscando. O al menos, lo que querían sentir.

El argumento de venta era muy fácil, especialmente en Francia: los grandes modelos de lenguaje son anglocéntricos y, no es que no tengan en cuenta las especificidades culturales de todo lo que no es anglocéntrico, es que ni siquiera saben que existen; ni siquiera saben que existimos.

Y es que demasiadas veces cometemos el error de creer que la IA es universal. La percepción, recepción y adopción de la IA, como las de cualquier otra tecnología, dependen de la cultura de destino. La IA, como creación cultural que es, no es universal, porque las sociedades que la reciben —y las que la desarrollan— son particulares. En la IA hay incrustados nuestros miedos, esperanzas, mitos y sistemas de valores.

“La IA, como creación cultural que es, no es universal, porque las sociedades que la reciben —y las que la desarrollan— son particulares”

Se entiende muy bien si comparamos el HAL 9000 de 2001: Una odisea del espacio con Doraemon, el gato robot japonés. De una parte, Doraemon viene del futuro para ayudar a un niño a salir adelante en la vida; de la otra, HAL elimina metódicamente a la tripulación humana para cumplir con la misión. Ambos son máquinas pensantes, pero su papel en la ficción —y en el imaginario colectivo— no puede ser más diferente.

Esta percepción en occidente viene de lejos. Podríamos encontrar sus raíces en los mitos de Prometeo o del Gólem. Es por eso que cuando imaginamos máquinas inteligentes acaban rebelándose contra nosotros. Son los Frankenstein, los HAL 9000, los Terminator o los replicantes de Blade Runner.

En cambio, en otras culturas este poso no existe. En Japón, el sintoísmo ve ánimas (kami) en todo: en los árboles, las piedras, la taza con la que bebo el té… y por extensión, en los robots. No es ninguna sorpresa que allí un robot pueda ser compañero de juegos, cuidador o incluso objeto de afecto. Doraemon, Astroboy o el perro robot Aibo no despiertan recelo, sino simpatía. El robot no compite con el humano, lo complementa. Esto explicaría el hecho de que los abuelos de Japón acepten con mucha más facilidad los robots asistenciales que los de otras latitudes.

Y podríamos seguir. La visión ultracompetitiva, neoliberal y tecnofeudal de los EE. UU. donde la IA o bien nos quitará el trabajo a todos o nos hará hipereficientes; la de la ciencia ficción de Bollywood donde la IA puede meditar, amar y evolucionar espiritualmente; o la del África subsahariana, con narrativas en clave afrofuturista donde la IA se añade como herramienta colectiva al concepto de ubuntu (“yo soy porque nosotros somos”).

Todas estas visiones desmienten la idea de que hay una sola manera de entender o de relacionarse con la IA. Cuando hablamos de la IA como si fuera un fenómeno global, homogéneo y neutral, olvidamos que lo universal es solo aquello que ha sido impuesto por una cultura dominante, y a menudo a golpes de espada.

“Cuando hablamos de la IA como si fuera un fenómeno global, homogéneo y neutral, olvidamos que lo universal es solo aquello que ha sido impuesto por una cultura dominante, y a menudo a golpes de espada”

Al acabar el congreso aproveché para quedarme un par de días en París porque quería ver la exposición sobre el cartelismo L’art est dans la rue que había en el Museo de Orsay.

Al pasar por las diferentes salas del museo me topé con el cuadro El origen del mundo de Gustave Courbet. Digo topar, porque es lo que le pasa a todo el mundo cuando entra en la sala Courbet; el cuadro queda inmediatamente a la derecha de la puerta y solo lo ves cuando te giras para mirar por donde has entrado. Era la primera vez que lo veía en directo y lo observé fascinado un buen rato.

Inmediatamente después mi interés cambió: del cuadro a los observadores del cuadro. Tuve la suerte de que el vigilante de sala no estaba y me pude apropiar de su silla durante bien tres cuartos de hora. El espectáculo de observar las reacciones de la gente al toparse con unos genitales femeninos en primer plano y pintados con todo lujo de detalle es hipnótico.

De seguida comencé a observar patrones: los adolescentes sonreían de manera burlona y fotografiaban el cuadro; los niños se lo miraba con curiosidad; las señoras mayores europeas reían por debajo del labio mientras lo observaban; las asiáticas pasaban de largo mirando de reojo; las chicas que llevaban velo ni lo veían; las familias norteamericanas que iban con hijos pasaban de prisa. Me hizo mucha gracia un padre y una madre, italianos del norte, que preguntaban a su hija de seis o siete años por qué el pintor lo había titulado “El origen del mundo”.

Es claro que una muestra de tres cuartos de hora no tiene mucha validez, además de estar condicionada por mi experiencia personal y mis propios sesgos personales. Pero me hizo pensar en cómo las creaciones humanas dependen del contexto cultural tanto de quien las crea como de quien las recibe. En este aspecto, El origen del mundo y la IA son iguales.