Ternura y silencio

La Historia (en mayúsculas) a menudo sólo reconoce a aquellas personas que han llevado a cabo algo remarcable, meritoria, trascendental para la continuidad y progreso de la especie humana. El resto pasan a la historia (en minúsculas) como ya popularmente se conoce como "sin pena ni gloria". La línea que separa el punto entre pasar a la Historia o desaparecer en la historia es fina pero mordaz. Todo lo que hemos puesto en la balanza aleatoria de lo magnífico e impresionante cae a la primera. Todas aquellas que permiten que las demás lo sean; los apoyos, cuidados, buenos consejos o comidas en la mesa mueren en la segunda. Mi abuela perteneció a la segunda.

"La línea que separa el punto entre pasar a la Historia o desaparecer en la historia es fina pero mordaz"

Mi abuela era una mujer corriente con una vida corriente que nunca fue más allá del interés de la familia, amistades y vecinas. Mi abuela nunca habló ante una audiencia desconocida, no hizo ningún gran descubrimiento y tampoco recibió reconocimiento alguno por su labor social. Mi abuela nació en una aldea pequeña junto a una ciudad pequeña y vivió la mayor parte de su vida en la misma calle, con las mismas personas y las mismas rutinas.

La vida de la abuela fue una vida a cocción lenta, reposada, tranquila y amable, como la buena niña que desde pequeña le dijeron que debía ser, como la buena esposa en la que se convirtió y cómo la madre devota que aconteció. Enriqueta nunca salió de las casillas que le marcó la vida. Y en su pedazo de jardín y su muy marcada posición procuró siempre ser feliz. Hacía años que la abuela era un fósil de otra época, una reliquia histórica, una traza de otros tiempos que había quedado atrapada en un contexto que ya no le era propio ni reconocible. La abuela era especial porque era la última de su especie.

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Con menos de un siglo de diferencia, ambas nacimos en un sitio similar. La gente dice que a mí me brillan los ojos como a ella cuando hago algo que me gusta o cuando me cuentan algo que me despierta interés. También tenemos las dos una forma muy propia de llevarnos las cosas por dentro y charlar para llenar vacíos incómodos en encuentros de amigos o familias. Las dos medio sonreímos cuando estamos tristes y tenemos sabores sencillos. Quizás, en realidad, soy yo que lo he aprendido de ella, y ahora me gusta reivindicarlo como común para acercarme a él de alguna manera.

Si bien mi abuela sólo era conservadora por escuela y por costumbres, la diferencia épocalíptica entre nuestras cosmovisiones hacían que evitáramos los temas incómodos en los que ya sabíamos que no estaríamos de acuerdo. Ella no hacía las preguntas que podían ser desagradables y yo no le contaba las partes que sabía que ella no pudo entender. En la ausencia y la ignorancia querida encontramos un espacio para el consenso, el amor y la gracia compartida. Creo que es gracias a esos silencios que llegamos a establecer una relación muy íntima, de corazón a corazón.

"Creo que es gracias a esos silencios que llegamos a establecer una relación muy íntima, de corazón a corazón"

A veces, sin embargo, a pesar de seguir defendiendo fervorosamente la necesidad de ese silencio intergeneracional, me preguntaba cómo era la vida de la abuela que desconocía. Hay muchas cosas que me hubiera gustado haberle preguntado. Si alguna vez había tenido sueños, si alguna vez se había enamorado locamente, si era verdaderamente feliz. Me hubiera gustado poder hablar con ella de mis miedos, y escuchar los suyos. A menudo pienso en lo que hubiera sido de ella, si hubiera tenido todas las oportunidades que yo he tenido. Quizás hubiera tenido una abuela feminista, o quizás una guardiana de las tradiciones y las normas sociales. Sea como sea sé que las dos habríamos hecho lo posible para seguir amándonos a pesar de las diferencias. Era justamente al habitar cómodamente la tensión y la disidencia que encontramos nuestra manera de ser incondicionales una por otra.

A veces, sin embargo, me pregunto si esa distancia era sólo una apariencia y, en realidad, no teníamos tantas diferencias como pensaba, sólo puestos y posturas extrañas que representaban dignamente a las hijas del momento histórico al que pertenecíamos. Hay ratos en los que me gustaría saber qué pensaría ahora, Enriqueta, de la vida que llevo. O mejor dicho, qué pensaría si me conociera de verdad. Ella siempre amable, siempre orgullosa de su nieta, era incapaz de reconocerme ningún daño. La abuela te miraba el alma y, si le sonaba el corazón; te amaba incondicionalmente. Y justamente por estos valores de incondicionalidad era feliz con poco y era feliz con pequeños gestos de amor.

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No sé qué pensaría si supiera que su limpia vivía sola en una ciudad foránea, fumaba en un balcón y trabajaba duro en cosas que no entendía. No habría entendido mis lágrimas, ni mis alegrías, pero habría sido siempre parte con un tierno abrazo y unos ojos llenos de alegría. Y era en esa ternura existencial que residía su valor para nuestra historia, en minúsculas, algo que la Historia (en mayúsculas) no comprendería ni podría comprender nunca.

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