Siempre he sido terrible a la hora de seguir instrucciones. Hay algo entre los 200 gramos de azúcar y las tres patadas a la derecha que, de alguna manera, siempre me acaba sobrando un clavo o dos. Soy muy, muy mala siguiendo los pasos que alguien cuidadosamente se ha dedicado a explicarme en un manual clave, conciso y comprensible. No puedo. No hay manera. Y sé que no estoy sola.
Hay cosas sencillas en la vida, y después tenemos el arte de seguir instrucciones. Y hay cosas complicadas, como leer filosofía, conseguir hacer una postura complicada de yoga, recordar regar las plantas a tiempo o pensar en cómo reducir el impacto de los residuos en nuestro entorno. A mí me resulta más sencillo desactivar una bomba que no saltarme un paso. No hay manera, y con el tiempo voy a peor. Hasta ahora me he salido bastante bien: solo han sobrado algunas piezas de lego, la receta ha tenido un poco más de azúcar de lo que tocaría o quizás la estructura de clase de plástica se ha aguantado de manera mágica, pero ¿qué pasará el día que las tenga que seguir con rigor? ¿Seré capaz, por ejemplo, de instalar una lavadora? ¿De cambiar la rueda de un coche? ¿De hacer paella para diez personas? Mirad, yo creo que vale más rendirse en una batalla que tiene el trágico final escrito. A mí matadme antes que seguir un paso después de otro con rigurosidad excepcional. El día que lo haga, sabréis que me han sustituido por un robot.