La paz celestial

El poder de China ha cogido dimensiones preocupantes

Imagen del distrito financiero de Beijing | iStock Imagen del distrito financiero de Beijing | iStock

China es un país donde no pasa nunca nada desagradable. Claro que todo depende de la vara de medir que cada uno use. Para determinadas cosas, la que utilizan los chinos en el día a día es extremadamente versátil. Quiero decir que, ante cualquier situación inoportuna, no confortable, ríen y miran hacia otra banda. Debe de ser la tradición de haber vivido siempre bajo la tiranía y la pobreza. Se trata de practicar la vista gorda para sobrevivir sin problemas. La plaza de Tiananmén, donde han tenido lugar acciones y situaciones de un gran alboroto, incluso internacional, es la plaza de la Puerta de la Paz Celestial.

Esta plaza hace un cierto efecto, sin duda. Ellos dicen que es la plaza más grande del mundo. Como que yo no he visitado todas las plazas del mundo, no me veo con fuerza para confirmarlo. Solo puedo decir que es enorme. Los días de fiesta llegan docenas de autocares con gente de todo el país. Generalmente pobre, porque la gran mayoría de chinos viven, todavía, en una pobreza cruda. Muchos se acercan para rendir homenaje y ver el Gran Timonel, que permanece momificado en un mausoleo ubicado en la mencionada plaza. He visto llegar los típicos labradores ataviados, como los obligó Mao, con aquel uniforme azul descolorado con gorra de tipo hanseático. Les delata la nuca, tostada y descuartizada por el sol. En la otra banda de la plaza se encuentra la puerta que da acceso al que fue palacio imperial y que se conoce como la Ciudad Prohibida. Un gran retrato de Mao nos da la bienvenida. Un conjunto enorme de edificios de una complicación ornamental garantizada. Una frialdad escalofriante.

Desde fuera, nadie podría decir que el país puede sufrir violencias extremas. Una de las veces que llegué a Beijing coincidí, en el control de inmigración, con el cambio de guardia de policías que revisan los pasaportes. Contemplando el espectáculo -la hilera de cabinas parece infinita- uno se puede llegar a hacer una pequeña idea de como puede llegar a ser la militarización de la sociedad. Una robotización importante. Eso sí, riendo. Si cuando circulas a pie no vas por donde te dicen, o haces fotografías que no les gusta, no se piensen que se incordian. No. Los oficiales se te acercan y, con sus manos ataviadas con guantes, amablemente te empujan de manera suave hacia el camino, digamos, apropiado. ¿Malos modales? Nunca.

China es un país donde no pasa nunca nada desagradable

La presencia del partido es enorme. Nunca se sabe quién es miembro fiel y quien no. Ante esta situación, las autoridades optan por enviar a las reuniones de trabajo que consideran relevantes, un comisario político de confianza. Si tienes suerte que sabe inglés, perfecto. Si no, las discusiones se eternizan, pues alguien tiene que traducir el contenido. Algunas situaciones pueden coger la forma de una gran comicidad, puesto que las risas o malas caras que se derivan del contenido de las conversaciones son asíncronas, como cuando hablas por teléfono y hay retraso en la transmisión del sonido. Como que todo es amable, pero de una gran rigidez, los chinos que asisten a las reuniones intentan, especialmente si son jóvenes, intimar con los invitados. Hacen preguntas, bromas, ... cualquier cosa que los ayude a imaginarse como es el entorno de allí donde vienes. No es extraño que al cabo de unos días, tomando una cerveza y sin testigos locales, cojan una cierta confianza y te confiesen que ellos, del partido, no son miembros.

Y es que resulta importante entender -lo sabemos los que llegamos a vivir con Franco- que el contraste en los comportamientos de gente que puede decir lo que piensa y los que no lo pueden hacer es muy vivo. Recuerdo que un día recibí un email de nuestro director en China donde me decía que la mano derecha del alcalde de Beijing quería visitar nuestras instalaciones en Europa. Como que íbamos llenos de trabajo le respondí que dijera a los del ayuntamiento que se lo hicieran mirar, que no estábamos para recibir a nadie. El día siguiente me llamó para explicarme que aquello que yo podía decir a una autoridad de mi país, él no podía hacerlo. Me lo dejó claro en una frase de una plasticidad evidente: "Recuerda que en mi país se le cobra el coste de la bala a la familia del ejecutado". Más claro imposible.

El hecho que en China no pase nunca nada resulta, a veces, cabreador. En los diversos viajes que efectué por trabajo establecí una cierta amistad, lejana y fría, con uno de los tenientes de alcalde de la ciudad. Un altísimo cargo del partido, como se pueden imaginar. Cuando tenía que ir lo avisaba y nos encontrábamos para charlar. Poco o nada de política, evidentemente. Me llevaba a restaurantes poco conocidos por extranjeros o reservados a la élite comunista. Aquel individuo era un buen tenedor -unos buenos "palets", tendríamos que decir-. Incluso me acompañó al mercado central de Beijing -un espectáculo que, como se pueden imaginar, es difícil de medir-. La cuestión es que un buen día intenté contactar con él sin éxito. Tampoco al siguiente viaje. Sorprendido, pregunté por él a determinados colegas suyos y conocidos. En lugar de responderme, todos me cambiaban de conversación. Amables, eso sí, pero decididos a no responder mi pregunta. Después de intentarlo un par de veces lo dejé correr. Había desaparecido. No he sabido nunca más nada de él.

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Imagen de la plaza de Tiananmén | iStock

Los fogones de China son excelsos. Y hasta que no se ha visitado el país y se ha ido a los locales que no salen en las guías, uno no se puede imaginar el nivel de variedad, sofisticación y refinamiento al cual puede llegar el paladar. China, como antes nos sucedió a nosotros, ha generado unas cocinas admirables gracias a la pobreza. Por eso, nuestros nuevos cocineros puede ser que nos quieran impresionar, y que incluso lo consigan. Pero observando las cocinas tradicionales del mundo y descubriendo de donde proviene la sabiduría que las ha creado, se llega a la conclusión que no vamos por buen camino. Recuerdo una cena en la casa-restaurando de un profesor universitario de matemáticas. Le gustaba la cocina y se sacaba un sobresueldo. Era de Yunnan, y nos sirvió las especialidades de la región. Unos cenábamos en el recibidor y otros en el comedor. Quedé tan deslumbrado que le recomendé la casa-restaurante a un conocido fabricante de sopas de nuestro país. Un día, tiempo después y sin esperármelo, recibí su llamada -hecha desde la casa del matemático cocinero- dándome las gracias por la recomendación. Estaba impresionado. ¿Ahora bien, cocina china? No existe. Como no existe la cocina española. Ni la francesa. La cocina nacional de un territorio alcanza un radio pequeño, unas cuántas decenas de kilómetros. Este localismo palatal -que es fruto de las limitaciones productivas históricas- no da por más.

El poder de China ha cogido dimensiones preocupantes

El poder de China ha cogido dimensiones preocupantes. No parecen agresivos, al menos en política internacional. Los chinos, pero, no pueden determinar quién les tiene que mandar y nunca nadie nos asegura que un buen día les toque un alocado. De momento quieren tener un rol mundial que va más allá de la economía. Es así que han hecho una propuesta de paz para Ucrania que, si cuajara, dejaría muy malparados a los occidentales. Ignoro si el mundo liderado por los Estados Unidos era bueno o malo. Pero daba satisfacción a dos objetivos. Eran nuestros aliados. Y el hecho es importante porque estas alianzas solo funcionan mezclando posos culturales similares. El segundo objetivo es más dramático: sabíamos que, en caso de necesidad, los americanos podían echar al que mandaba. El tema es una incógnita en el caso chino. Quiero decir que la sonrisa del presidente Xi Jinping parece apacible. Como lo era lo del líder Deng Xiaoping, hasta que sacó los tanques y de aquella masacre no hemos sabido nunca más nada. Todo sin exabruptos y en la Puerta de la Paz Celestial.

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