Desde Singapur: La excelencia del señor Lee Kuan Yew

Todo el mundo que he conocido que vive no quiere marchar, a pesar del calor y la humedad

Imagen general de la ciudad de Singapur | iStock Imagen general de la ciudad de Singapur | iStock

Cuando se viaja por primera vez a Extremo Oriente, sorprende la advertencia que se lee en el impreso de inmigración de varios países: Malasia, Singapur, Tailandia o Camboya. Se avisa de un hecho trascendental: el tráfico o posesión de drogas está castigado con la pena de muerte. No siempre se castiga con la pena capital, pero sí con castigos larguísimos, a menudo cadena perpetua. Hay varios occidentales pudriéndose en aquellas prisiones. Quién avisa no es traidor. Ahora acaban de ejecutar a una mujer y un hombre en Singapur por poseer drogas. Y es que si algún país del sudeste asiático es estricto, en todos los ámbitos, este es Singapur.

Aquel pequeño estado no es nada más que una ciudad ubicada en una isla y con media docena de pequeñas islas, prácticamente adheridas, alrededor. Unos 700 km2, cómo el área metropolitana de Barcelona, aproximadamente. Con cinco millones y medio de personas. Y, eso sí, una de las rentas per cápita más altas del mundo: unos 73.000 dólares. Muchos países tienen un líder histórico en el cual se reflejan. Pero si hay algún país identificable con quien lo construyó, este es Singapur. A finales de los años cincuenta, el señor Lee Kuan Yew se arremangó y decidió que él estaba predestinado, por el simple azar, a tener una gran responsabilidad. Supo entrever un hecho fabuloso: cuando se combinan la laboriosidad con la buena administración, el cóctel no tiene rival. Y esto es lo que había tenido lugar con la presencia británica en territorios de etnia china. Singapur y Hong Kong han sido fenómenos únicos que, bajo mi criterio, la humanidad hubiera tenido que aprovechar más profundamente en beneficio y bienestar de muchos habitantes del planeta. Quiero decir que Macao nunca ha acontecido nada parecido, a pesar de estar poblado por chinos colonizados y geográficamente ubicado en un lugar similar a, por ejemplo, Hong Kong. Faltó el ingrediente británico.

Un día leí que, durante el periodo que duró el Imperio Británico de Oriente (el Raj), el Reino Unido llegó a tener 100.000 funcionarios como máximo. Una administración de una gran eficiencia. Ahora que a todos nuestros políticos se les llena la boca -solo la boca- de la famosa "colaboración público-privada", no estaría de más que se instruyeran sobre la primera experiencia exitosa de este tipo de colaboración en la historia de la humanidad: la del gobierno británico y la Compañía de las Indias Orientales. Un caso de éxito.

Aquel pequeño estado no es nada más que una ciudad ubicada en una isla y con media docena de pequeñas islas, prácticamente adheridas, alrededor

Bien, resulta que aquello que ahora es Singapur fue fundado por el señor Stamford Raffles, sir. Fue hacia el primer tercio del siglo XIX. El nombre de Singa Pura significa, en lenguaje local, Ciudad León, y se trataba de esta isla pequeña situada al final del estrecho de Malaca, justo sobre la línea del ecuador. Si bien fue inicialmente gobernada desde Calcuta, pronto pasó a ser administrada directamente por Londres. A finales del siglo XIX, y por culpa de la miseria existente en China, llegaron muchos chinos. Hasta acontecer la etnia mayoritaria. Aun así, la diversidad siempre ha sido la característica de Singapur y ya había en aquel lugar multiplicidad de razas y etnias: indios, malayos, judíos y armenios. Finalizada la Segunda Guerra Mundial, la zona se convirtió en conflictiva por las ansias de influencia comunista. El caso es que en 1957 Malasia se independizó de Gran Bretaña y Singapur se adhirió, más tarde, en 1963. Y aquí empieza la pequeña historia que llega hasta la actualidad.

La creencia general de la clase dirigente singapureña de la época era que necesitaban formar parte de un mercado más grande o, de lo contrario, desaparecerían. Por eso se asociaron a la nueva Malasia. Es comprensible. Si nos colocamos en aquellas fechas, en un mundo convulso donde solo hacía veinte años que había finalizado una guerra. Por primera vez, el conflicto era planetario con un continente asiático en descomposición respecto las antiguas metrópolis. Ante este escenario, las inquietudes parecen lógicas. Más si tenemos en cuenta que hablamos de una ciudad que no llegaba a los dos millones de habitantes y que había sido invadida por los japoneses. Pero a pesar de las ansias de asociación con Malasia, la cosa no funcionó y Singapur aconteció definitivamente independiente en 1965. Una ciudad sola. El partido más importante era el PAP (People's Action Party) liderado por Lee Kuan Yew, el cual ya había ejercido de ministro principal desde el 1959, en el Singapur británico. Y al ser declarado Singapur independiente de forma definitiva -al fracasar la asociación con Malasia- resulta que Lee Kuan Yew fue elegido primer ministro y presidente de la nueva república. Jefe de estado y jefe de gobierno, a la vez, de una ciudad de nadie.

Hasta la fecha, Singapur había sido un puerto que se limitaba a vivir del comercio de la zona, principalmente caucho que venía de Malasia. Y la primera pregunta que se hizo Lee fue: ¿Qué oficio elegimos para el país? ¿Qué queremos ser cuando seamos grandes (en términos de edad, no de extensión)? Años más tarde, ya jubilado, Lee decía: "Hay libros que te enseñan cómo construir una casa, cómo reparar motores, cómo escribir un libro. Pero no he visto ningún libro sobre como construir una nación a partir de un grupo dispar de inmigrantes procedentes de China, de la India británica y de las Indias Orientales neerlandesas, o sobre como conseguir que su gente se gane la vida, cuando su antiguo papel económico como centro comercial de la región está desapareciendo".

La diversidad siempre ha sido la característica de Singapur

La primera cosa que hizo el señor Lee fue construir viviendas para todos los singapurenses. Quiso crear una sociedad de propietarios, donde la gente tuviera su propia vivienda. Para hacerlo colocó los mejores al frente. Porque este era, y sería, el lema del país que Lee grabó con fuego dentro de la sociedad singapureña: la excelencia. Y se dio cuenta de que para hacer todo lo que se necesitaba había que luchar contra la corrupción. Instauró penas severísimas con la idea que, a largo plazo, la carencia de corrupción constituyera la base moral del gobierno y de la sociedad singapureña. ¿Sistema legal? Una mezcla del heredado de los británicos: las leyes del Raj, también algunas otras copiadas de Westminster y, el más importante para los negocios, la Common Law. Siempre mantuvo que lo mejor que podía hacer una excolonia era colaborar con la antigua metrópoli y extraer de ella lo mejor que había. También destinó, de entrada, un tercio del presupuesto a educación. Invirtió de manera intensa en sanidad. La idea era tan básica cómo difícil de llevar a cabo: Singapur tiene que convertirse en un lugar con un alto nivel y con una calidad de vida envidiable. Esto requiere que los ciudadanos disfruten de los mejores servicios y que, inexorablemente, los trabajos que lleven a cabo sean de alto valor añadido. Alta formación, nivel de exigencia alto y, en consecuencia, excelencia como resultado. Y así han ido, hacia arriba.

El país disfruta de una democracia formal, es decir, que existe la separación de poderes y elecciones periódicamente. La gente puede elegir el presidente de manera directa. Ahora bien, una vez llegan al poder los elegidos, las cosas se discuten poco. Además, desde la independencia del país, siempre ha ganado el mismo partido: el PAP. El Código Penal establece el castigo físico y la pena de muerte. Con todo esto quiero significar que tienen una manera particular de entender la democracia: a la forma asiática. Y nos tendríamos que acostumbrar. Tengo la sensación que esto de exportar democracia con sutilezas se ha acabado. No funciona ni en España y valdría más, antes de dar lecciones a nadie, vigilar que la que tenemos nosotros no se degrade porque, me temo, que se nos ha girado trabajo. Cuando un individuo llega a dirigir toda una ciudad con solo el 19,70% de los votos, cómo pasa en Barcelona, pienso que pocas lecciones se pueden dar sobre cómo se eligen los gobernantes. Y menos, todavía, darlas a Singapur.

Singapur tiene que convertirse en un lugar con un alto nivel y con una calidad de vida envidiable

El señor Lee Kuan Yew murió en 2015. Había empezado, con éxito, a implantar un principio básico y es que el hecho más determinante del destino de una sociedad no son ni su riqueza material ni otras medidas políticas convencionales, sino la calidad de su pueblo y la visión de sus líderes. Él supo combinar y relacionar, dentro de su contexto cultural, los acontecimientos regionales con el resto del mundo. Queda lejos el Singapur colonial que todavía se puede visitar y donde se pueden observar los estragos de la invasión japonesa. Ahora la ciudad-estado es un laberinto de rascacielos de una modernidad que abruma. Aunque uno siempre se puede perder en el bar del hotel Raffles. El hotel fue creado en homenaje al fundador de la Ciudad León. Un hotel donde ha solazado, a lo largo de los decenios, gente diversa: escritores, artistas o políticos. Se hace difícil imaginar que, todavía en los años treinta del siglo pasado, en aquel hotel, entró un tigre por una de las ventanas. Era la época antigua, cuando Singapur, como toda la península de Malaca, vivía de la jungla y tenía un oficio de miseria.

Todo el mundo que he conocido que vive en Singapur no quiere marchar, a pesar del calor y la humedad. Y la rigidez oficial. Seguro que la herencia de Lee es discutible. Ahora ya han pasado unos cuántos años. Nosotros tendríamos que aprender a juzgar nuestros gobernantes con una cierta perspectiva. Cuando se retiró y le preguntaban a Lee Kuan Yew qué pensaba de su trabajo hecho, siempre decía que dejaba los juicios para los descendentes, para cuando él ya no estuviera. Repetía el proverbio chino: "Cerrad el ataúd y después decidís".

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