El nuevo código de las marcas

La transición hacia el dominio de la economía digital es también un cambio de características generacionales

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La digitalización en sí misma ni acentúa ni mengua el interés de los consumidores por las marcas preferidas; lo que sí que hace es agudizar los errores que se cometen en la transmisión de los mensajes, tanto si son escritos, visuales, de voz o a través de los juegos. Por eso, la fidelidad, esta actitud que cada vez se desmenuza más hasta convertirse en algo irrelevante en la mayoría de los estadios de la vida, está tan amenazada en este nuevo escenario. No hay espacio mejor donde aplicar el concepto de la sociedad líquida de Zygmunt Bauman que a la fidelidad.

En la última entrega de Tendencias Consumidor2022 (Ideas Llyc, febrero 2022), se analiza la intensidad de las nuevas actitudes ante el consumo. Quedan patentes diversas cosas. La primera, que los clientes quieren que con los enseres digitales las empresas se los confeccionen experiencias cada vez más adaptadas, rodeadas de todos los caprichos individuales. La segunda, que se los lleguen por los canales más frecuentados, webs, aplicaciones, redes sociales o productos. Y la tercera, que todo sea muy ágil, a golpe de clic, respuesta inmediata. Hay una razón fundamental de todo esto: los millenials representan la parte más importante de la fuerza de trabajo de Europa, mientras la generación de los baby boomer, hegemónica durante los últimos treinta años, está perdiendo el protagonismo. Cambio de valores, de herramientas y tecnologías, de lenguajes, y de estética. No es que haya grandes diferencias entre los volúmenes de compra de los baby boomer y de los millenials, el que cambia es la representación social. La visión de antes favorecía a los primeros; hace tiempo que ganan los segundos.

No es que hayan grandes diferencias entre los volúmenes de compra de los baby boomer y de los millenials, el que cambia es la representación social. La visión de antes favorecía a los primeros; hace tiempo que ganan los segundos

Cinco elementos caracterizan la sociedad actual, que tienen que tener claros las marcas (The dawn of marketing's new Golden age, McKinsey Quarterly, 2016). El primero, la ciencia suprema son los datos y las métricas para mesurar y gestionar online las decisiones de los consumidores. El segundo, la sustancia, compuesta por la experiencia y todos los elementos que rodean esta constelación, incluyendo elementos muy a menudo nada elitistas. El tercero, las historias tienen que ser emotivas, con frases directas, inteligibles, fáciles, y a poder ser con juegos y cuentos, la fabulación contemporánea. El cuarto, la rapidez en la respuesta: una demanda internáutica no satisfecha en menos de 12 segundos en línea busca otro proveedor; si se trata de la última milla y se llevan a casa, las últimas apuestas verdaderamente enloquecidas no superan los 10 minutos. Y la última, la sencillez; sea qué sea el nivel cultural del destinatario, todo tiene que ser sencillo, sin elucubraciones, corto y raso; preferentemente audiovisuales o podcast.

Hace ya muchos años

Contraponemos esta representación social de los millenials con las características cuando reinaban cuando los baby boomer dominaban el escenario. La diferencia es abismal: los productos y los servicios se transmitían solo de forma presencial a través de las personas de contacto, de las tiendas, de las costureras, del servicio a domicilio, de los chicos de los encargos; la experiencia se concebía íntimamente asociada al lujo, cualquier otra era despreciable o poco valorada; el lenguaje tenía que ser sofisticado, glamuroso, incluyendo el exotismo, el erotismo y muchas curvas crípticas, sin las cuales el cliente no se sentía atraído; el tiempo para disfrutar de las cosas era largo, sin ninguna prisa -un viaje, una comida, una compra cuando más largo mejor-; y el predominio de la cultura escrita mostraba su excelencia frente al audiovisual y la digital consecuencia del cultismo. Lo que va de una manera de ver las cosas a otra.

Vaya, lo que va de los emails, el teléfono y la carta al director del diario en papel, al Instagram, el Twitch y el Youtube. No se entendería de otra manera el éxito de las marcas de distribuidores, equiparadas en la mente de los consumidores a muchos de los fabricantes, que las superan ampliamente en volumen de producción, aunque muchos de estos últimos se nieguen a creer lo que los clientes dejan claro día a día. Ni que las empresas digitales sean las más valiosas y hayan cambiado el panorama de las relaciones comerciales. Ni que se paguen estos precios para entrar en cualquier ronda anterior a que una start-up se convierta en  unicornio. Ni que los diversos crowdfoundings se estén convirtiendo en una forma directa de hacer mover el dinero, cada vez más tendido, entre los que quieren rentabilizar mejor su capital y los que necesitan recursos económicos para salir adelante los proyectos. Ni tampoco que se pueda producir barato, vender barato y sacar buenos márgenes.

Hace treinta años empezó el deseo de medir las marcas y ranquearlas. Analizando la evolución de estos rankings que son unas montañas rusas, nos damos cuenta de que se nos muestran como el mejor termómetro de la evolución del consumo. En la medida en que son capaces de presentarse ante sus clientes con mensajes incontestables -esto quiere decir, identificación clara del producto o servicio que ofrecen, y respuesta estricta a los valores reclamados-, adaptándolos a cada grupo de clientela, a través de los canales y lenguaje más próximos, las marcas devienen más relevantes; lo contrario es su final. La fidelidad perdida en las formas de relación general, mire usted por dónde, se puede recuperar a través de este envoltorio de elementos que reclama cada cliente. Este es el nuevo código de las marcas.

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