Éramos demasiado caros

Los ingresos de profesionales como los médicos privados o los abogados han ido a la baja, si bien reconocen que antes "éramos demasiado caros"

Abogados, consultores, arquitectos y otros profesionales han sufrido una bajada de ingresos en sus despachos profesionales. | iStock Abogados, consultores, arquitectos y otros profesionales han sufrido una bajada de ingresos en sus despachos profesionales. | iStock

Las tarifas de los médicos privados, abogados, consultores, conferenciantes, headhanters, profesores, arquitectos, entre otros, han evolucionado muy por debajo de los precios generales, lo que quiere decir que, en las últimas décadas, los ingresos medios han registrado una fuerte reducción. El modelo de negocio que protegía aquellas minutas se ha desvanecido -se ha hecho líquida, diría Bauman- y esto ha tenido como consecuencia que los profesionales han tenido que abaratar su remuneración. Las razones son variadas. La gente no está dispuesta a pagar lo que les pedían y acabó encontrando sustitutos a mejor precio. La competencia es mayor. Los costes también han disminuido. Y las tecnologías han sustituido gran parte de los factores productivos con unos costes menores. Los mecanismos que rodeaban aquellas remuneraciones se han debilitado de tal manera que han caído por su propio peso. Esto no significa ni que los profesionales trabajen menos horas ni con menor intensidad, ni que estén peor preparados. Más bien lo contrario. La realidad es que cuando antes pedían quince, ahora les dan tres.

La proletarización de muchos de estos profesionales significó la primera fase del cambio. La segunda, la composición de la curva de Gaus en las empresas o en los despachos: cada vez más estrecha en los altos directivos, mejor remunerados; controlada, en medio, donde se pierde poder adquisitivo; y mucho más pronunciada en los últimos entrantes -en los que se incluye a los autónomos y profesionales externos-, que ven cómo sus emolumentos se hunden cada día. Y la tercera fase del cambio empezó con low cost, a principios del milenio, rematándola con el proceso de digitalización desatado en la última década. La introducción de las nuevas herramientas y estrategias provoca un golpe general al talento interno y externo, digan lo que digan la mayoría de los directivos cuando mencionan el tema. Suerte que los sindicatos están frenando un poco el golpe en los salarios que se hunden, gracias a las medidas aplicadas en esta legislatura.

Los salarios de los directivos no han parado el ascenso: en 1965, un CEO ganaba 20 veces más que un empleado y, en 2018, la diferencia se había multiplicado por 280

El descenso de las tarifas de los profesionales se desarrolla en paralelo a la de los trabajadores y jubilados, aunque su evolución mantiene personalidad propia. Han sido dos maneras muy diferentes de gestionar la situación salarial: el gobierno de derecha facilitó que se dilatara la brecha durante la crisis de 2008, mientras que el actual gobierno la estaba acortando. De hecho, los trabajadores y pensionistas han recuperado, desde 2018, una parte del poder adquisitivo perdido. El Covid no ensanchó la brecha, pero la maldita invasión rusa a Ucrania ha disparado la inflación de tal manera que les ha hecho perder de nuevo poder adquisitivo. Por su parte, los salarios de los directivos no han parado de subir. En 1965, un CEO ganaba 20 veces más que un empleado; en 1989, unas 120; y en 2018, casi 280 veces más, según datos de 2020 del Economic Policy Institute.

El capitalismo de Niño-Becerra

Cuando Santiago Niño-Becerra, en una entrevista con Víctor Costa, publicada la semana pasada en VIA Empresa, decía que el capitalismo tiene fecha de caducidad y que "ahora se percibe la necesidad de otra cosa", se está refiriendo a cuestiones como esta. No podemos frivolizar afirmando que los directivos viven de la apropiación de las plusvalías que extraen a los trabajadores, como diría Marx, pero es evidente que, en la fase actual del capitalismo, debemos ir hacia formas de reparto muy diferentes entre unos y otros. La relación entre el capital, la tecnología y el talento no es la misma que en los inicios de la revolución Industrial, ni en la posguerra mundial después de 1945, cuando se produce el fortísimo crecimiento de la productividad, como para sacrificarlo todo al servicio del valor para el accionista o para el directivo. De lo contrario, en Europa estamos en plena transición de la compañía motivada por el factor económico a la empresa económica-social. Esta última función se liga con un retorno a la sociedad mucho más amplio y efectivo, dentro del que se incluye un trato diferente en el talento de todos los stakeholders que intervienen en la cadena de suministro. El mismo informe del Economic Policy Institute se refiere al pago desorbitado a los CEO como principal motivo de la creciente desigualdad: no haría ningún mal que cobraran menos, dice, o que pagaran más impuestos. La economía no se resentiría en nada. Tampoco se produciría un descalabro económico si la remuneración de las mujeres fuera igual a la de los hombres. O los jóvenes, júniors o en formación, dejaran de ser mileuristas.

Todo el mundo vale lo que pueda hacerse pagar. No obstante, Richard Grasso tuvo que dimitir en 2003 como director de Wall Street cuando se supo que sus ingresos como responsable de la Bolsa de Nueva York ascendieron a 200 millones de dólares en solo ocho años. Estamos hartos de escuchar diariamente informaciones sobre la vida y milagros de un plantel de futbolistas, actores, modelos, cantantes, inversionistas, comisionistas o influencers que se embolsan importes sin tope. A la vez proliferan nuevas excepciones, como por ejemplo la de los beneficiarios de estar junto al poder, de determinadas empresas y de tantos circuitos ilegales o alegales que permiten honorarios fuera de mercado. Aparecerán brechas por las que se colarán los más vivos, pero la sociedad cada vez las irá taponando más rápidamente. Ha quedado obsoleto el capitalismo como sistema social que exige la desigualdad entre unos y otros.

Hace unos días, un médico, un abogado y un cazatalentos, séniors todos ellos, se quejaban de como habían menguado los ingresos profesionales de sus despachos. Con la boca pequeña, me confesaban que, quizás, habían sido excesivamente onerosas las tarifas que aplicaban antes: "las podíamos aplicar y las imponíamos; sin duda, éramos demasiado caros". Ahora, en cambio, los tres coincidían en que se han acostumbrado a dar duros a cuatro pesetas.

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