
La llegada del verano siempre es una buena oportunidad para hacer balance y pensar en el futuro desde una óptica profesional. Con una actualidad marcada de forma obsesiva por una revolución tecnológica sin precedentes, es habitual que aparezcan miedos e incertidumbres sobre cómo la inteligencia artificial puede redefinir (o incluso sustituir) nuestro papel en el mundo laboral.
Una primera aproximación a este reto nos diría que la solución pasa por la formación continua, la adquisición de nuevas habilidades o la especialización en herramientas tecnológicas. Pero, ¿y si la clave no residiera solo en lo que aprendemos, sino también en lo que nos contamos?
El relato interno ante la incertidumbre
Es materialmente imposible que el relato externo actual –que habla de generaciones enteras abocadas a la obsolescencia– no se acabe infiltrando en nuestra propia forma de ver el mundo. Y por eso es normal que suframos altas dosis de angustia e incluso de parálisis. Años de experiencia que parecen haberse convertido en irrelevantes de un día para otro, habilidades que no parecen interesar a nadie… Inevitablemente se disparan todas las alarmas. Y bajo el parasol, o removiendo un café con leche con las montañas de fondo nos preguntamos: ¿tengo que aprender prompting? ¿Python? ¿Dominar agentes de IA? La infinidad de opciones formativas es tan grande y reciente que sentimos que cualquier elección puede quedar obsoleta antes de empezarla. Y así, podemos caer en el error de convertir nuestros momentos de relax veraniegos (que deberían estar reservados para intrigas vaticanas, como dirían los Manel), en momentos de búsqueda de cursos online o de videotutoriales de todo tipo.
De actor pasivo a guionista consciente
Nos levantamos cada mañana con la intención de lidiar con unos elementos que nos vienen dados (los compañeros de trabajo, el tren que nunca llega, los horarios de la guardería) y que nos convierten en los protagonistas de una carrera de obstáculos que tiene como finalidad volver a empezar al día siguiente. Nos sentimos actores principales de nuestra propia historia con cierta facilidad, pero a menudo tenemos la sensación de estar en manos de guionistas caprichosos y enrevesados.
En este sentido, ya hace tiempo que la psicología cognitiva descubrió una verdad fundamental: nuestro cerebro organiza la realidad en estructuras narrativas. De hecho, cuando escuchamos aquello de que todo es relato, no solo es cierto, sino que además no puede ser de otra manera. Nuestra mente funciona narrativamente. Si a esto le sumamos lo que la neurociencia nos revela sobre nuestros diálogos internos (los tenemos y de forma intensa), resulta que “nos explicamos” la realidad de manera constante y, a menudo, inconsciente. En otras palabras, no solo somos actores principales de nuestra historia, sino que somos los escritores. Aunque este rol no nos haga sentir cómodos del todo.
Narrativa de supervivencia: cuando cambiar el relato cambia el presente
Ante cualquier cambio, el cerebro construye un relato que nos permite dar significado a aquello que nos pasa. Es lo que yo llamo narrativa de supervivencia: "No me han echado, me he ido yo", o "Me han despedido porque era una amenaza, no porque no fuera válido". En un relato, entendido como un prisma desde el cual interpretamos la realidad, conceptos como "verdad" o "falsedad" son secundarios. Lo que importa es cómo nos hace sentir aquel prisma y qué ideas previas refuerza.
Aquí es donde la narrativa y la psicología se unen en la narrativa terapéutica. Esta disciplina, poco conocida y menos practicada, tiene un impacto profundo en nuestra manera de explicarnos el pasado, ya que nos proporciona la capacidad de reescribirlo. Porque cuando revisamos el pasado desde una perspectiva narrativa, no estamos evaluando hechos, sentimientos o decisiones. Se trata de revisar la historia que nos contamos a nosotros mismos en relación con los hechos, y qué prisma escogimos para consolidar un capítulo más de nuestro propio relato.
Reescribiendo el pasado para impulsar el futuro
Lo más fascinante de esta revisión narrativa es el efecto dominó que provoca, y que llega hasta el presente. Pasar de decirnos "Tenía 45 años y me encontré en la calle, sin perspectivas" a "A los 45 años me liberé de un trabajo que me consumía personalmente y pude reinventarme". Sé que puede sonar forzado o incluso naif. Pero en términos prácticos, y especialmente cuando aceptamos que la realidad no es una entidad inalterable sino que se crea dentro de cada uno de nosotros, explicarnos desde un prisma u otro es igual de válido. La única diferencia es que hay relatos que son calles sin salida, y hay otros que son puertas a mundos enormes y estimulantes.
Este verano, entre etapas del Tour de Francia y decisiones como qué pedir de postre, valdrá la pena dedicar ratos a pensar en los siguientes pasos profesionales desde una dimensión de narrativa interna, y en este proceso, es determinante cómo nos explicamos a nosotros mismos. Como dice Uri Hasson, investigador y profesor de la Universidad de Princeton, nuestro cerebro solo contiene pasado. Ahora, lo que nos toca es convertir este pasado en un relato que ayude al presente a servir de trampolín. De plataforma de lanzamiento. Esto nos permitirá escribir el futuro inmediato más estimulante.