El CEO se ajusta el nudo de la corbata frente al espejo mientras repasa mentalmente el discurso que dará ante toda la plantilla. Hoy celebran el cincuentenario de la empresa —creada por su padre a partir de una sola patente— y ha pasado la mañana repasando mentalmente los resultados, el organigrama, las funciones de los puestos de trabajo e incluso los nombres de los hijos de los empleados. En el máster que hizo el año pasado le enseñaron que debía mostrarse cercano y demostrar que conoce el día a día de la compañía.
Pero las cosas en su empresa no funcionan exactamente como piensa. No tiene ni idea, por ejemplo, de que las ideas más innovadoras no surgen de las reuniones de brainstorming que promovió, sino de los desayunos en el bar de la esquina donde coinciden técnicos de diferentes departamentos. Tampoco se imagina que las consultas legales más difíciles no las responde el abogado de corbatas llamativas, sino aquella administrativa que, después de treinta años trabajando en la compañía, conoce la normativa de patentes mejor que nadie. Ni se ha fijado nunca en que los chicos de mantenimiento resuelven las averías gracias a los consejos de un grupo de WhatsApp y no consultando la documentación técnica. Tampoco sabe que la enemistad entre el jefe de marketing y la de relaciones institucionales le está costando una fortuna por la falta de coordinación entre departamentos. Y claro, nunca diría que, si los balances cuadran, es gracias a su propia secretaria, que revisa las cuentas a escondidas para encubrir los descuidos sistemáticos que tienen en contabilidad.
Las relaciones informales en una empresa tienen un impacto tan extraordinario como desconocido. A veces generan pérdidas o ineficiencias que nos habríamos podido ahorrar fácilmente; en otras ocasiones, los duendes nos ayudan sin que tengamos conciencia de ello y, probablemente, sin que lo merezcamos. Se trata de un efecto ajeno a los organigramas, a los procedimientos y a las descripciones de puestos de trabajo, pero inherente a las personalidades, a las afinidades o a las desavenencias, a la comunicación y, en definitiva, a todo lo que nos hace humanos.
"Se trata de un efecto ajeno a los organigramas, a los procedimientos y a las descripciones de puestos de trabajo, pero inherente a las personalidades, a las afinidades o a las desavenencias"
Para identificar el funcionamiento informal de la organización, de vez en cuando conviene que nos hagamos preguntas como: ¿Cómo fluye la información? ¿Qué relaciones personales se retroalimentan y cuáles se entorpecen? ¿Quién hace qué, realmente? ¿Quién escucha a quién, y quién no escucha a nadie? Si los formulamos con honestidad, este tipo de interrogantes pueden ser muy reveladores para detectar los circuitos informales y entender cómo funciona realmente nuestra empresa. Y así, sabremos qué cambios debemos hacer para aprovechar nuestras potencialidades, para resolver nuestras ineficiencias y, en definitiva, para crecer como organización.
Pero nuestro CEO no piensa en nada de todo esto. Ahora mismo se aclara la garganta mientras mira la foto del padre que hay en la pared; quién sabe si le reprocha mentalmente, en broma, que en su época los nombres de los hijos de los empleados debían ser más fáciles de recordar que ahora. Acto seguido echa un vistazo al reloj y de repente se le ocurre una idea para su discurso. Sí, y tanto: lo acabará afirmando que la empresa funciona como un engranaje perfecto.