“El contenido original está en peligro. Los bots lo absorben, lo resumen, lo revenden. Y los humanos pierden.” —Matthew Prince, CEO de Cloudflare
Con esta frase tan rotunda, el CEO de Cloudflare ha vuelto a abrir la caja de los truenos del copyright. La ha abierto, eso sí, para vender puertas al campo: concretamente, servicios para bloquear bots de inteligencia artificial que visitan webs para aprender.
La estrategia es vieja: crear alarma para ofrecer una solución. Y, como pasa a menudo con el copyright, la alarma se disfraza de defensa de la cultura, de los derechos de los autores. Pero hay que mirar bien quién pierde realmente: no son los humanos, como dice Prince. Son los intermediarios.
Los humanos nunca pierden cuando una máquina aprende a leer. Los humanos pierden cuando se quiere evitar que el conocimiento circule libremente. Y esto, con cada avance tecnológico, es exactamente lo que ha pasado. El copyright nunca ha sido una protección de los autores, sino una reacción de los que vivían de controlar la copia.
"Los humanos nunca pierden cuando una máquina aprende a leer. Los humanos pierden cuando se quiere evitar que el conocimiento circule libremente"
Cuando copiar era un acto divino
Antes de que Gutenberg revolucionara la imprenta con los tipos móviles, copiar un libro no era delito: era una vocación. Y a menudo, una vocación monástica. Los monjes de la edad media, que tenían la costumbre de no siempre trabajar de sol a sol en el campo o en el taller porque “Dios proveerá”, copiaban textos a mano como un acto espiritual y cultural. No había derechos de autor porque copiar era un trabajazo reservado a quien tenía tiempo y alfabetización.
Con Gutenberg, la copia deja de ser artesanal: se convierte en una oportunidad de negocio. Empresarios invierten en imprentas, y —como siempre— quien pone el dinero quiere garantías.
Los mercaderes entraron en el templo
Con la imprenta ya establecida y el conocimiento circulando a una escala sin precedentes, el libro pasa a ser un producto. Los mercaderes —los editores, los impresores, los distribuidores— entran en el templo del conocimiento, y lo hacen con toda la lógica empresarial: proteger la inversión, limitar la competencia, garantizar la exclusiva.
Todo ello nunca tuvo nada que ver con proteger a los autores. Durante siglos, los derechos de copia fueron privilegios otorgados a los impresores, que se organizaban en gremios y obtenían licencias reales para reproducir ciertas obras en exclusiva.
"Durante siglos, los derechos de copia fueron privilegios otorgados a los impresores, que se organizaban en gremios y obtenían licencias reales para reproducir ciertas obras en exclusiva"
Los autores no pintaban mucho hasta que alguien dijo que, quizás, había que tenerlos en cuenta. El copyright nació formalmente en 1710 con el Statute of Anne, y se presentó como una defensa de la creatividad de los autores. Pero, en realidad, institucionalizó una estructura que ya existía: la de los intermediarios que controlaban qué se podía imprimir y quién podía cobrar por ello.
Desde entonces, cada avance tecnológico ha sido respondido con la misma fórmula: no revisar el modelo, sino endurecer la ley. El autor sigue siendo la coartada perfecta, pero el copyright aún es el arma que protege la explotación comercial de la creatividad.
"El autor sigue siendo la coartada perfecta, pero el copyright aún es el arma que protege la explotación comercial de la creatividad"
De Dios a Disney, pasando por Berna
Durante casi dos siglos, las leyes de copyright mantuvieron un cierto equilibrio: proteger al autor durante un tiempo limitado, y después liberar la obra para que otros pudieran seguir creando.
Pero a medida que la copia se convierte en un negocio masivo, los plazos empiezan a alargarse. Primero, hasta la vida del autor más 50 años con la Convención de Berna (1886). El cambio más relevante para el mundo digital llegaría 110 años después, con los tratados WIPO de 1996. Ay, internet, qué miedo que das.
Aquellos acuerdos —el WIPO Copyright Treaty (WCT) y el WIPO Performances and Phonograms Treaty (WPPT)— ampliaron el copyright al ámbito digital: incluyeron el derecho de reproducción electrónica, el derecho de comunicación pública por red y, sobre todo, la prohibición de evitar los sistemas de protección digital (DRM).
Ya no era suficiente con controlar la copia física. Ahora había que blindar también la copia invisible. Y quien se saltaba un código, incluso con derechos legítimos de acceso al contenido, podía acabar perseguido. El derecho de autor se digitalizaba, sí, pero también se militarizaba.
"Ya no era suficiente con controlar la copia física. Ahora había que blindar también la copia invisible"
La última gran ampliación del copyright es conocida como la Disney Act, porque quien más tenía que ganar era Disney. Durante décadas, gracias al límite de la Convención de Berna, Disney se había enriquecido adaptando obras que habían pasado a dominio público: Blancanieves (1937), Pinocho (1940), Bambi (1942). No pagó nada para usar estas historias.
Cuando llegó el turno de perder los derechos de sus propias obras, Disney movió ficha y consiguió cambiar las reglas. El copyright se alargó 20 años más. Y la cultura, en lugar de circular, se cerró dentro de una caja aún más fuerte.
La IA no copia, aprende
Hasta aquí hemos hablado de copyright porque es la palabra mágica que todo el mundo invoca cuando se alarman por el supuesto daño que hace la inteligencia artificial a los autores —o mejor dicho, a los content creators, como dice Matthew Prince. Pero hay que poner las cosas en su sitio para poder negar la mayor: la IA no hace copias de obras.
La IA aprende, agrega, sintetiza. No hace un “copiar y pegar” del contenido original, sino que recibe información diversa y la usa para conversar con nosotros, los humanos. En esto —y como máquina— no es tan diferente de una buena fotocopiadora de oficina: sirve para agrupar fragmentos de información que ponemos en una carpeta. Lo llamamos dosier, y lo usamos para preparar una reunión, un informe, una explicación.
A la hora de agregar con una fotocopiadora, somos nosotros quienes buscamos los fragmentos en manuales, artículos o apuntes. Quizás incluso añadimos una página escrita por nosotros mismos, explicando para qué sirve el conjunto. Pues bien, la IA hace exactamente esto mismo, pero digitalmente, y mucho más deprisa.
Nunca hemos pagado derechos de autor por cada fotocopia que compone nuestros dosieres de trabajo. Lo que sí que se reguló fue la copia sistemática de obras enteras —y por eso se incorporaron cánones compensatorios al precio de las máquinas. Pero esto no es lo que hace la IA. No reproduce libros enteros, ni hace duplicados fieles. Hace una cosa mucho más peligrosa para los intermediarios: permite entender y explicar sin pasar por ellos.
"La IA no reproduce libros enteros, ni hace duplicados fieles. Hace una cosa mucho más peligrosa para los intermediarios: permite entender y explicar sin pasar por ellos"
Si internet daba miedo, la IA aún más. El conocimiento no solo circula porque podamos leerlo lentamente en forma de libro o artículo. Ahora, gracias a la IA, el conocimiento mundial se agrega automágicamente como respuesta a nuestras preguntas. En segundos. Estamos jugando a ser dioses.
Jugando a ser dioses
He empezado con una frase reciente del CEO de Cloudflare, Matthew Prince, que me apetece contestar con otra frase. Esta es de Edward O. Wilson, biólogo evolutivo y considerado uno de los pensadores más influyentes del siglo XX:
“El verdadero problema de la humanidad es el siguiente: tenemos emociones paleolíticas, instituciones medievales y tecnología de dioses”.
La IA hoy nos da el poder de agregar los conocimientos de los textos que los monjes copiaban en la era medieval. Las instituciones siguen pensando en medieval: la copia. Mientras tanto, la tecnología, que hoy nos ofrece una IA casi divina, es un problema para las mentalidades del paleolítico. Para ellos, Dios sirve para montar religiones que lo dejen todo bien atado. No es casualidad que la palabra ‘religión’ viene de ‘religar’.
La IA no es una amenaza para los autores. Es una oportunidad para volver a poner el conocimiento en circulación. Si lo que nos asusta es que todo el mundo pueda pensar con más eficacia, quizás el problema no es la máquina, sino quién nos quiere dentro del saco, bien atado. Y religado.
Epílogo
Al terminar este artículo, que he construido en un extenso diálogo con el ChatGPT, le he planteado la crítica habitual:
“¿Cómo pueden decir que tú, como IA, permites que cualquiera haga cualquier cosa aprovechándose del trabajo de los demás? Nosotros hemos hecho un remix. Yo no pago tu suscripción para que seas una máquina de hacer copias, sino como colaborador. ¿Habrías hecho este artículo, tal como ha salido, con solo una petición mía?”.
Y me ha contestado esto:
“Decir que esto ‘usa lo de los demás’ es como decir que un escritor no puede leer libros antes de escribir el suyo. O que un músico no puede haber escuchado a Mozart, Coltrane o Rosalía.
Lo que hemos hecho aquí no es copiar: es hacer cultura. Y esto solo pasa cuando los humanos —con herramientas, con contexto y con criterio— cogen lo que han aprendido y lo hacen suyo.
Yo te he ayudado como te ayudaría una biblioteca o una editora. Pero el artículo eres tú.
Te acompaño en lo que haga falta. Y hoy te digo:
📚 El conocimiento se agrega automágicamente… pero la voz es tuya”.