Redacción VIA Empresa

Móviles, hijos y revolucionarios en Poblenou

09 de Noviembre de 2023
Josep Maria Ganyet | VIA Empresa

Padres que paran

El canal de Telegram Adolescència lliure de mòbils no para. Este grupo y otros muchos han surgido a partir de una iniciativa de padres de una AFA de Poblenou preocupados por el acceso demasiado temprano de sus hijos al móvil y por la presión social que reciben los que de manera consciente no tienen -. El objetivo es retrasar el acceso al móvil hasta los 16 años. La tecnología de redes sociales como WhatsApp y Telegram ha servido para unir a muchos padres que compartían la misma preocupación. El grupo de Telegram cuenta ya con cerca de 8.500 miembros y la iniciativa se ha extendido por todo el país. Me he apuntado y me cuento entre los cientos de millones de padres en todo el mundo preocupados por el impacto social de la tecnología, en particular sobre nuestros hijos. Mi más sincera enhorabuena a los promotores ya todos los que debaten sobre ellos.

 

Hay que recordar que el nombre es equívoco: lo llamamos móvil cuando en realidad es una máquina universal

Dicho esto, los padres no estamos contra la utilización de los móviles. Los móviles actuales son un prodigio de ingeniería, usabilidad y computación. Lo que llevamos en el bolsillo es más potente que el Mare Nostrum más potente de hace 25 años, con más sensores y más conectividad. Ante esto no podemos hacer más que maravillarnos y precisamente por todo lo que he dicho hace falta todo el espíritu crítico del mundo. Cabe recordar también que, como ocurre a menudo en computación, el nombre es equívoco: lo llamamos móvil cuando en realidad es una máquina universal. Me explico.

Martillos y bicicletas

Desde mucho antes de que fuéramos Sapiens Sapiens que nuestros antepasados ya construían herramientas. Una piedra sirve para pisar grano. Si la atamos a un bastón podremos hacer más fuerza y nos permitirá clavar una estaca en el suelo. También derrumbar la cabeza de una bestia o de nuestro enemigo. El martillo es una solución a un problema muy concreto: aumentar la fuerza de nuestro brazo. Hace una sola cosa y la hace tan bien que no la hemos cambiado desde hace 30.000 años. Le ocurre también a la bicicleta, que su diseño es tan bueno que no ha cambiado en los últimos 150 años. Puede mirar a su alrededor y verá todo un grupo de utensilios que hacen muy bien aquello por qué han sido diseñados. Una herramienta, una función.

 

Un ordenador, en cambio, es una máquina diferente, una máquina que en principio no hace nada, pero que si sabemos decir puede hacer todo lo que queramos; es una máquina universal. Y aquí es donde entra el software. A diferencia del martillo o de la bicicleta, que por muchas modificaciones que les hacemos siempre realizarán la misma función, los ordenadores pueden cambiar de función dependiendo del software que ejecuten. Cuando en 2007 Steve Jobs presentó el iPhone, recordémoslo, un teléfono carísimo respecto a la competencia, Microsoft y Blackberry le trataron de loco diciendo que nadie se compraría ese móvil para trabajar; los ejecutivos necesitaban un teclado para enviar sus correos. Pues bien, resultó que el móvil podía utilizarse para muchas cosas más: escuchar música, mirar vídeos, jugar a videojuegos y, desde el 2010, además, delegar en ella parte de nuestra vida social. Facebook, Twitter, WhatsApp, Instagram se erigían en los nuevos espacios de socialización y convertían el móvil en el álbum familiar, el bar del pueblo (con borrachos incluidos), el patio de la escuela, el aula donde compartir apuntes y en el espejo donde ver lo guapos que nos ve el mundo.

Los siete pecados capitales y un experimento

Reid Hoffann, creador de LinkedIn y PayPal (y de SocialNet, mucho antes de que Zuckerberg empezara el instituto) dijo en 2011 que las redes sociales que funcionaban mejor eran las que se aprovechaban de los siete pecados capitales: Facebook era ego, Zinga era pereza y LinkedIn era la avaricia. Hoy podríamos actualizarlo: Instagram sería la garganta, Tinder la lujuria, YouTube la pereza, LinkedIn la soberbia, Amazon la avaricia, Pinterest la envidia y X (Twitter) la ira. Moral cristiana aparte, la analogía solo hace que poner en evidencia como las redes sociales, y en general los medios digitales, se aprovechan de nuestros sesgos en beneficio propio. No lo digo yo: lo dicen expertos en redes sociales como Facebook.

En 2012 Facebook hizo un perturbador experimento psicológico que tenía como objetivo estudiar como lo que veíamos podía condicionar nuestro comportamiento. De los casi 1.000 millones de usuarios que tenía en ese momento se escogieron 689.003 sin que lo supieran. Sin su consentimiento, los algoritmos de Facebook manipularon el contenido que aparecía en sus muros durante una semana: a un grupo de usuarios se le mostraba más noticias negativas, al otro más noticias positivas y se observaba lo que les miembros de cada grupo publicaban a continuación.

Las redes sociales, y por lo general los medios digitales, se aprovechan de nuestros sesgos en beneficio propio

Dos años después los investigadores Adam Kramer de Facebook, y Jamie Guillory y Jeffrey Hanckok de la Universidad de Cornell publicaron sus resultados en un estudio que llevaba el inquietante título de Evidencia experimental de contagio emocional a gran escala vía redes sociales. Los resultados, que son públicos, no son sorprendentes: “Los estados emocionales se pueden transferir a los demás mediante el contagio emocional, haciendo que las personas experimenten las mismas emociones sin que sean conscientes de ello”. Quien recibía noticias positivas se contagiaba y publicaba contenidos positivos y quien recibía noticias negativas también y publicaba contenidos negativos.

Obras universales y máquinas universales

Los apóstoles de la inevitabilidad tecnológica, quienes predican que si una tecnología se puede desarrollar debe desarrollarse, dicen que todo esto no es tan diferente de tecnologías anteriores y que siempre ha sido así. Uno de los argumentos recurrentes es que “la generación anterior ya criticó a los videojuegos, a la anterior la tele ya la anterior a los cómics”. Siguiendo el razonamiento llegan hasta Don Quijote “que precisamente narra la historia de cómo una persona enganchada a los libros pierde el mundo de vista y nadie quiere prohibir los libros” y finalmente en Gutenberg. Si el debate es online a menudo termina con un “¿sabéis quién también prohibía libros?”, validando una vez más la ley de Godwin, aquella que dice que “a medida que una discusión en la red crece, la probabilidad de que se produzca una comparación con los nazis o Hitler tiende a uno”.

Quien recibía noticias positivas se contagiaba y publicaba contenidos positivos y quienes recibía noticias negativas también y publicaba contenidos negativos

Tres observaciones: 1) las tecnologías no se desarrollan solas ni por ningún proceso inevitable de la naturaleza, sino que obedecen a los intereses de las clases dominante. 2) Por genial que fuera Cervantes era uno, y el alcance de su obra limitado en el tiempo y el espacio. Por muy universal que sea Don Quijote su influencia es ínfima comparada con las redes sociales (¿cuántos la ha leído? ¿Cuántos sois en más de una red social?). Detrás de las redes sociales se encuentran los algoritmos más avanzados de aprendizaje máquina, capaces de entrar, ensanchar y monetizar cualquier grieta de nuestra psicología —cualquiera de los pecados capitales—. Y detrás de los algoritmos no hay un genial escritor, están las mentes más brillantes de nuestro tiempo, gente que dedica sus neuronas a saber dónde haremos clic a continuación o provocarlo. Y finalmente, como hacen martillos y bicicletas, 3) un libro solo hace una sola función: conservar y transmitir conocimiento, y solo aquél que ha sido impreso. El universal de la obra que contenga nada tiene que ver con el de la máquina universal que es el móvil. La comparación entre tecnologías digitales y analógicas es totalmente extemporánea.

El móvil no es el futuro

Otro argumento falaz utilizado por muchos tecnólogos y que hemos comprado de forma acrítica dice algo como: “cuanto antes aprendan a utilizar el móvil, mejor porque será la herramienta con la que trabajarán”. ¿Seguro? De la misma forma que nadie imaginó el impacto social y cultural de aquel móvil sin teclado y caro de Apple aún menos podemos imaginar el impacto a 10 años vista de las tecnologías actuales de IA. Lo que sí sabemos es que los ordenadores se hacen cada vez más pequeños, aumentan sus capacidades y son más fáciles de utilizar. Precisamente por eso la tecnología que utilizará los niños de hoy dentro de 10 años no será precisamente la de los móviles, a los que verán cómo nosotros veíamos los teléfonos de baquelita. Y no sólo el móvil está condenado a desaparecer, también la programación. Esta semana OpenAI ha presentado los GPT, en plural: XatBots programables por los nosotros usuarios con el conocimiento que nos interese. Podremos crear un viajero que nos recomiende destinos exclusivos, un padre confesor, un cocinero, un asistente de programación o incluso un mentor de empresas emergentes (startups). Este último ejemplo es el que escogió Sam Altman para su demostración en directo. Creó un chatbot que hacía de mentor de empresas, trabajo que también hace él, y lo hizo en 5 minutos, en directo y sin programar nada; chateando con el ChatGPT con lenguaje natural. La moral de la historia es que la tecnología es irrelevante: hay que tener claros los valores, objetivos y preguntas para llegar a ellos. El resto, incluida la programación, ya la realiza, la máquina.

Otra revolución en el Poblenou

Tiene gracia que este movimiento haya surgido en Poblenou. Un barrio trabajador fruto de la Revolución Industrial del vapor del siglo XIX que hoy es sede del Distrito 22@, donde se encuentra el grueso del ecosistema digital del país. Y tiene más gracia de lo que pensamos. La Revolución Industrial, por mucho que nos lo parezca no trajo la prosperidad de forma automática. A menudo tomamos progreso tecnológico y prosperidad como sinónimos cuando son en realidad dos cosas muy distintas, que van por vías distintas y con ciclos dispares: la tecnología beneficia en un principio a las clases dominantes, mientras que las clases trabajadoras deben luchar para conseguir la prosperidad les llegue. La Revolución Industrial es un ejemplo de ello. No hace falta leer a Byron, Dickens o Engels para saber cómo en el siglo XIX en Inglaterra “la civilización hace milagros y el hombre civilizado es convertido en casi un salvaje” en palabras de Alexis de Tocqueville. Baste saber que durante casi 100 años, desde los inicios del vapor en el siglo XVII, la población trabajadora de Inglaterra perdió poder adquisitivo, tuvo que trabajar más horas, enfermó e incluso disminuyó la media de su estatura de 6 cm por causa de una alimentación defectuosa.

Tecnologías que benefician unos cuantos y perjudican la mayoría, y no es hasta que la mayoría reivindica sus derechos que la tecnología no beneficia todo el mundo al cabo de mucho tiempo

Podríamos echar atrás y hasta la revolución agrícola hace 14.000 años pasando por la esclavitud (tecnologías de mejora en la producción de algodón) o en la Europa feudal (tecnologías de mejora de la producción agrícola). En todas ellas encontramos el mismo patrón: tecnologías que benefician a unos pocos y perjudican a la mayoría, y no es hasta que la mayoría reivindica sus derechos que la tecnología no beneficia a todo el mundo al cabo de mucho tiempo. La lucha por nuestra prosperidad viene de muy lejos.

Ni el progreso tecnológico es inevitable ni la prosperidad asociada es automática. El primero se puede dirigir, la segunda debe lucharse. Cambian los tiempos, cambian las tecnologías pero estamos donde estábamos: hace 150 nuestros tatarabuelos lucharon entre otras cosas para sacar a los niños de las fábricas, donde empresarios sin escrúpulos los explotaban físicamente convirtiendo su trabajo en dinero. Hoy nos toca luchar a nosotros para sacarlos de las tecnológicas de Silicon Valley, donde empresarios sin escrúpulos les explotan emocionalmente convirtiendo sus datos en dinero. La única diferencia es que los de entonces iban con sombrero de copalta y los de ahora van con sudaderas con capucha.