Hay países que necesitan décadas para demostrar su incapacidad de gestionar oportunidades. España, en cambio, ha convertido este ejercicio en una disciplina olímpica. Cuando algunos, ya en el año 2022, advertíamos que el diluvio de fondos europeos del NextGenerationEU acabaría embarrancando en la misma telaraña administrativa de siempre, muchos lo interpretaron como un pesimismo crónico. Pero el tiempo es terco y ha acabado demostrando que, en realidad, nos quedamos cortos.
Los antecedentes ya avisaban del desastre: en el período 2014–2020 de los Fondos Estructurales, España solo fue capaz de ejecutar aproximadamente un tercio de los recursos. Es decir, dejó sin utilizar la mayor parte de la financiación y se convirtió en uno de los estados que más dinero devolvió a Bruselas. No fue un accidente, sino la consecuencia de un modelo administrativo diseñado para evitar riesgos, no para impulsar proyectos.
Con este panorama, que la llegada del NextGenerationEU implicara agilidad, transparencia e impacto real era más un acto de fe que una previsión seria. A pesar de ello, muchos territorios sí reaccionaron con ambición. Catalunya es el caso paradigmático. Cuando el gobierno central empezó a anunciar la lluvia de recursos, la Generalitat movilizó con rapidez un engranaje para identificar y ordenar propuestas transformadoras y creó el CORECO, la Comisión para la Elaboración de Propuestas y Coordinación de Proyectos. En cuestión de semanas recogió 542 proyectos procedentes de empresas, universidades, administraciones y centros de investigación, que sumaban un volumen potencial superior a los 42.000 millones de euros. Era un ejercicio de diagnóstico territorial riguroso, con iniciativas maduras y ejecutables dirigidas a la transición verde, a la digitalización, a la reindustrialización y a la modernización del tejido productivo.
La respuesta del Estado, sin embargo, fue una demostración de desconfianza centralista. Al día siguiente de conocerse los proyectos, el secretario general de Industria, Raül Blanco, descalificó todo el trabajo realizado afirmando que los proyectos eran “electoralistas”. Con aquel gesto no solo se desprestigiaba el trabajo de cientos de agentes económicos y sociales, sino que se hacía explícito que la gestión de los fondos sería controlada de manera casi absoluta desde Madrid. La cooperación territorial no era una opción y las comunidades autónomas, Catalunya incluida, quedaban relegadas al papel de espectadoras de un proceso que las afectaba directamente. El CORECO fue, pues, la primera señal de que el Estado no quería socios, sino subordinados, y que la eficacia quedaba en un segundo plano.
En 2022, Bruselas ya observaba que el estado español acumulaba retrasos, cuellos de botella y un grado de ejecución muy inferior al comprometido por no implicar a las autonomías en la gestión del Plan de Recuperación
Este modelo de gobernanza pronto chocó con las exigencias europeas. Ya en mayo de 2022, la Comisión Europea advertía formalmente que España debía implicar a las autonomías en la gestión del Plan de Recuperación. La recomendación no era menor: Bruselas observaba que el Estado acumulaba retrasos, cuellos de botella y un grado de ejecución muy inferior al comprometido. Al mismo tiempo, informes de la CEOE revelaban que la ejecución real aquel año no superaba el 25% de los recursos anunciados. Las convocatorias salían tarde, los procesos de evaluación se alargaban indefinidamente y la adjudicación efectiva quedaba encallada en miles de trámites. Mientras tanto, los sectores productivos desconfiaban cada vez más de un mecanismo que exigía esfuerzos ingentes para optar a programas que luego quedaban desiertos o que se anulaban por falta de gestión.
En 2023 la situación todavía se deterioró más. La AIReF destacó en diversos informes que el impacto macroeconómico real de los fondos era “muy inferior al previsto”, mientras que el Banco de España identificó que la lenta adjudicación y la complejidad burocrática reducían su efecto sobre el crecimiento y la productividad. Era la enésima constatación de que el problema no era la falta de ideas, sino la incapacidad sistémica para transformarlas en políticas públicas operativas.

La paciencia europea se agotó en 2024, cuando la Comisión congeló 1.126 millones de euros del quinto desembolso porque España no había cumplido reformas estructurales pactadas. Mientras esto sucedía, el Estado había presupuestado más de 2.200 millones de fondos europeos para Catalunya ese año, pero a mitad del ejercicio solo se había ejecutado un 20%. En los últimos meses de 2024 se aceleraron pagos para evitar un escándalo estadístico, pero los expertos públicos saben perfectamente qué significa este patrón: dinero transferido a última hora no equivale a proyectos ejecutados, y muchas de estas partidas tan solo maquillan un fracaso estructural.
A escala estatal, la CEOE confirmaba que la ejecución global no llegaba al 40%. Lo más grave es que el Estado se había convertido en una máquina de anunciar convocatorias sin garantizar su despliegue efectivo, hasta el punto de que sectores enteros —innovación, transición energética, digitalización— quedaban esperando ayudas que no llegaban o que llegaban demasiado tarde.
Este año, algunos ministerios presentaron cifras que rozaban el ridículo: Ciencia e Innovación había ejecutado literalmente 9.000 euros de un presupuesto de 1.739 millones, es decir, el 0,0%
El 2025 llega con los datos más reveladores de todo el periodo. Hasta el mes de mayo, España solo había ejecutado el 5,4% de los fondos ajustados y un 3,8% de los créditos autorizados, unos 24.835 millones de euros. Algunos ministerios presentaban cifras que rozaban el ridículo: Ciencia e Innovación había ejecutado literalmente 9.000 euros de un presupuesto de 1.739 millones, es decir, el 0,0%. Educación y Formación Profesional no llegaba al 0,3%. Inclusión y Seguridad Social, al 0,1%. La Transición Ecológica, pieza clave del plan europeo, no superaba el 0,8%. Incluso los ministerios con mayor capacidad operativa, como Industria o Transportes, se quedaban en un 4,5% y un 6% respectivamente. Estas cifras no son solo un indicador de ineficiencia: son un diagnóstico sobre el futuro económico del país.
La Comisión Europea ya advierte que más de 90.000 millones podrían perderse si no se ejecutan antes de 2026. Y el problema no es coyuntural ni técnico: es estructural. El sistema administrativo español está concebido para controlar y vigilar, no para impulsar, y eso convierte cualquier política transformadora en una carrera de obstáculos infinita. A diferencia de otros países europeos con mecanismos descentralizados y orientados al resultado, España opera con un modelo hipercentralizado que ahoga la colaboración y penaliza la iniciativa. El CORECO fue la prueba de que había talento, proyectos y voluntad en el territorio. El fracaso no reside en la sociedad civil ni en las empresas, sino en el Estado que ha querido concentrar la gestión en lugar de facilitarla.
España ha recibido como nunca, pero ha transformado como siempre. Gestiona, pero no ejecuta. Publica, pero no hace
Los fondos europeos representaban una oportunidad única que quizás no se repetirá en décadas: modernizar infraestructuras, corregir déficits crónicos, invertir en I+D, acelerar la transición energética y diversificar un modelo productivo demasiado basado en servicios de bajo valor añadido. Pero el modelo de administración que tenemos repite siempre el mismo patrón: centralización, opacidad, burocracia y propaganda. El resultado es que lo que debía ser el motor de una transformación profunda acabará convertido en un catálogo de promesas incumplidas, tramitaciones eternas y proyectos frustrados.
En definitiva, España ha recibido como nunca, pero ha transformado como siempre. Gestiona, pero no ejecuta. Publica, pero no hace. Y cuando un país prefiere un titular a una buena política pública, el desastre no es una sorpresa, es una consecuencia inevitable.