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La herencia universal y las políticas de subsidios

Solo con trapos calientes no se obtiene una sociedad más justa y más equilibrada

Imagen de Yolanda Díaz en un acto de campaña | ACN - Blanca Blay
Imagen de Yolanda Díaz en un acto de campaña | ACN - Blanca Blay
Enric Llarch | VIA Empresa
Economista
Barcelona
11 de Julio de 2023

Con la herencia universal, Yolanda Díaz ha conseguido hacerse un pequeño agujero mediático en la espiral bipartidista que pugna por volver definitivamente al statu quo del régimen del 78. La izquierda europea más inquieta, fastidiada por las dificultades de construir una alternativa viable al neoliberalismo y la globalización, se piensa que ha encontrado en la multiplicación de subsidios una línea de acción política de futuro.

 

Una paga de 20.000 euros a los 18 años

No se trata de una ocurrencia del último asesor podemita. (Perdón, pero ahora no se me acudía cómo podríamos definir la pandilla de los de Sumar. ¿Quizás yolandista?). Reconocidos economistas de la izquierda, como por ejemplo Piketty y Atkinson, han avalado este tipo de planteamientos con fuertes resonancias de los insumisos franceses de Mélenchon, ejemplo en que se refleja Díaz.

La paga se financiaría con un impuesto a las grandes fortunas -Francia otra vez-, a pesar de que alguna vez se habla de empresas inmobiliarias y de infraestructuras. Y ya tenemos el círculo cerrado.

 

Evaluar, corregir, suprimir...

Y no es que tengamos que estar en contra por principio a todo tipo de subsidios. Cómo todas las políticas de rentas -fiscales o de transferencias sociales- pueden ser más o menos acertadas y oportunas. Aun así, siempre necesitan una evaluación permanente de los efectos conseguidos, de las externalidades negativas generadas -los efectos perversos-, del coste de oportunidad ante medidas alternativas. Todo esto, para corregirlas y si hace falta, y esto siempre resulta más difícil, eliminarlas.

Un festival de rebajas y transferencias

A raíz de la pandemia primero y de la inflación después, el Gobierno aceleró las políticas de subsidios y descuentos de todo tipo. Algunas acertadas que, más tarde, tocaba suprimir, cómo la subvención universal a los carburantes, que permitió frenar el espiral inflacionario y que los ciudadanos se resignaran a no recuperar con alzas salariales todo el poder adquisitivo perdido. El mismo efecto ha tenido la reducción de los tipos impositivos a la electricidad y, finalmente, al gas.

Otros de incomprensibles por ineficaces, cómo la reducción del IVA de los alimentos básicos, una de las que todavía se emperran a mantener a estas alturas.

Aun así, el subsidio por excelencia ha sido el Ingreso Mínimo Vital (IMV), pariente próximo a la Renta Básica Universal, que pretendía ensayar de forma piloto alguna comunidad autónoma, cómo Catalunya. Al cabo de más de dos años de vigencia y según la AIREF (Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal), el IMV solo llega al 40% de los potenciales beneficiarios. Y solo pueden ser dos las causas: o estos supuestos beneficiarios tienen unos ingresos más elevados de los que declaran o, simplemente, no se han enterado o no han tenido medios para poder tramitar una solicitud efectiva. Es decir, o economía sumergida o marginalidad absoluta. Y esto que ahora se han flexibilizado los requisitos y el subsidio es compatible con obtener ingresos del trabajo.

Las pruebas piloto de ingreso o renta mínima universal que se han implementado en Europa no han proporcionado ningún resultado concluyente. Desde el plan piloto del gobierno progresista finlandés de Sanna Marin hasta las experiencias en municipios y regiones gobernadas por el Movimiento 5 Estrellas italiano. Quizás no es casualidad que en ambos países, la extrema derecha haya logrado el poder recientemente. Las clases populares que superan por poco el umbral máximo para recibir este tipo de subsidios no acostumbran a estar muy satisfechas con la medida, que a menudo asocian con una protección desmesurada a la inmigración recién llegada, los que están precisamente debajo de todo en la base de la pirámide social. O quizás son los que están más cerca de los colectivos beneficiarios y creen que solo se está creando una base de vagos y de estómagos agradecidos a la administración de turno.

¿Una herencia universal para hacer qué?

Bien, se dirá que la herencia universal obvia todos estos riesgos a causa, precisamente, de su universalidad, que no entiende de rentas ni de clases sociales y donde el único requisito es la edad. Y que, precisamente, para favorecer estos jóvenes que no entienden cómo trabajando a jornada completa pueden cobrar menos que sus padres, o abuelos, pensionistas, disminuirán las tensiones generacionales. Quizás sí, porque el edadismo y las tensiones generacionales son un fenómeno en auge y al que se concede, hasta ahora, poca importancia.

¿Ahora, se imaginan ustedes uno de nuestros hijos o nietos con 20.000 euros en el bolsillo como regalo de cumpleaños cuando hacen dieciocho años? ¿Qué habríamos hecho nosotros mismos con una cantidad de dinero equivalente a la misma edad? ¿Cuántos se guardarían el dinero para un proyecto de futuro, sea estudiar, comenzar una iniciativa empresarial o ponerlos en una cuenta vivienda? ¿O para emanciparse? ¿Cuántos se los gastarían en pocas semanas en ocio y diversión o, en el mejor de los caos, en bitcoins?

Trapos calientes

¿Y en cuanto a financiarlo con un impuesto a las grandes fortunas, tan difícil es justificar una fiscalidad general, no finalista solo como mecanismo de reequilibrio de rentas entre el conjunto de la población? ¿Y si son impuestos a constructoras e inmobiliarias, tan difícil es conseguir limitar las situaciones de oligopolio favorecidas por la misma actuación de la administración o por el palco del Bernabéu? ¿Tan imposible es combatir la economía especulativa del ladrillo?

No solo los que se consideren de izquierdas, sino todos los demócratas, tendrían que luchar para limitar de forma efectiva los excesos del neoliberalismo y de los oligopolios. Solo con trapos calientes no se obtiene una sociedad más justa y más equilibrada. Casi siempre, las limosnas son caras y, sobre todo, ineficaces. Y, a menudo, injustas e incomprensibles por gran parte de la población.