
No había oído hablar nunca de la madre de Adam Smith hasta que hace unos años, casualmente, llegó a mis manos un libro de la escritora sueca Katrine Marçal que hablaba de la Sra. Douglas (Det enda könet[1]). De aquella lectura surge esta reseña, de modo que si tenéis ocasión de leerlo, os recomiendo que vayáis directamente al libro.
Para los economistas, Adam Smith es un semidiós, el padre de la economía moderna y del liberalismo económico en última instancia. En 1776 escribió estas palabras en su obra más conocida La riqueza de las Naciones: “No es por la benevolencia del carnicero, del cervecero o del panadero que podemos esperar poder cenar cada día, sino porque estos velan por sus propios intereses, (...) Al gestionar sus negocios de manera que su producto alcance el mayor valor posible, buscan únicamente su propio beneficio, y en ello, como en muchos otros casos, son guiados por una mano invisible para alcanzar un objetivo que no formaba parte de sus intenciones”.
La tesis de Adam Smith es que el panadero no hace pan para hacernos felices, sino para obtener un beneficio. La fuerza que impulsa al panadero a hacer un pan bueno y crujiente no es nuestra felicidad, sino su propio interés. Y eso que llamamos el interés propio, en la teoría económica es un concepto fundamental y casi sagrado. Adam Smith desarrolló por primera vez ideas revolucionarias y radicales, pregonaba que se eliminaran los aranceles y las regulaciones con el argumento de que si el mercado puede funcionar libremente, la economía prosperará impulsada por el interés propio. Si todos perseguimos nuestro propio interés, el conjunto de la sociedad saldrá beneficiada, encontraremos cada día el pan en la panadería y la comida en la mesa. Es mágico, es maravilloso, que dice la canción.
"La tesis de Adam Smith es que el panadero no hace pan para hacernos felices, sino para obtener un beneficio. Si todos perseguimos nuestro propio interés, encontraremos cada día el pan en la panadería y la comida en la mesa"
En esta línea, la autora del libro afirma que esta exactamente es la manera como pensamos los economistas: pensar como un economista significa creer que las personas actúan como actúan para obtener algún beneficio. Así es como funciona el famoso homo economicus. El homo economicus es un modelo teórico que pretende explicar cómo actuaría, en condiciones ideales, una persona perfectamente racional. Este individuo sería exclusivo, excluyente, insaciable y orientado siempre a maximizar sus propias preferencias,
Adam Smith nunca se casó y vivió casi toda su vida con su madre, que asumía las tareas del hogar, mientras un primo suyo se ocupaba de sus finanzas. Cuando lo nombraron director de aduanas en Edimburgo, su madre también se instaló allí con él. Cuando Adam Smith se sentaba a comer pensaba que si tenía la comida en la mesa no era porque el tendero quisiera hacerlo feliz, sino porque este perseguía sus propios intereses. Era el interés propio lo que le servía la comida en la mesa cada día. Sin embargo, al formular su teoría, Adam Smith pasó por alto a un actor fundamental: su madre. La madre de Adam Smith es la parte que el gran economista ignoró en sus teorías económicas, y este vacío es el que aún hoy explica la falta de reconocimiento y valor de este trabajo invisible que realizan mayoritariamente las mujeres.
En la época en que Adam Smith escribía sus teorías, las mujeres, las madres o las hermanas, eran siempre las que se ocupaban de cuidar de los hijos y de la casa. Todavía ahora, las mujeres dedican más horas al cuidado de los hijos (quince horas semanales más que los hombres), a las tareas domésticas y al cuidado de familiares (el doble de horas) [2].
"La madre de Adam Smith es la parte que el gran economista ignoró en sus teorías económicas, y este vacío es lo que aún hoy explica la falta de reconocimiento y valor de este trabajo invisible que realizan mayoritariamente las mujeres"
Esta es precisamente la parte de la economía que el gran filósofo dejó fuera de su análisis: la que no entra en el cálculo del PIB y que sigue siendo invisible para los modelos económicos convencionales. Cocinar para Adam Smith para que él pudiera escribir, no se considera trabajo productivo, y queda al margen de cualquier análisis económico. Si Adam Smith tenía asegurada la cena cada día era, no solo porque los comerciantes servían a sus propios intereses, sino también porque su madre se encargaba cada día de ponerle el plato en la mesa.
Siguiendo los argumentos del libro de Marçal, en las clases de economía a las que asistimos muchos de los economistas actuales, el homo economicus por excelencia era presentado como un náufrago en una isla desierta: un individuo no sujeto a ninguna ley ni código social, y que actúa movido solo por el famoso interés propio. La historia seguía con dos náufragos que se encuentran en una isla desierta: uno propietario de un saco de arroz, el otro de una bolsa de perlas preciosas. Como sabemos, el principio económico del valor de cambio viene determinado por la demanda, de manera que en esta isla desierta el propietario del arroz puede exigir todas las perlas a cambio de una sola ración de arroz o incluso negarse al intercambio. Este relato presentado como una simplificación del funcionamiento del mercado, adquiere una nueva dimensión con la mirada de Katrine Marçal. Marçal se pregunta si quizás dos náufragos en una isla desierta actuarán realmente de esta manera, o quizás necesitarán hablar, y consolarse, quizás se sienten solos y están asustados, y quizás, al final, lo que harán es acabar compartiendo el arroz?
Marçal llega fácilmente a la evidente conclusión de que la principal característica del hombre económico es que no es una mujer. Y señala que durante mucho tiempo los economistas hemos mostrado un interés nulo por lo que pasa en el hogar. Estos trabajos quedaban relegados a la esfera privada y, por lo tanto, eran económicamente irrelevantes.
Las teorías económicas clásicas de la producción se han centrado, en lo que respecta al análisis macroeconómico, en la producción, es decir, en la generación de bienes y servicios destinados a la venta en los mercados. Lo que no pasa por el mercado, lo que no tiene un precio asignado, simplemente no se contabiliza. Así, todas las actividades domésticas y de cuidado quedan fuera del Producto Interior Bruto (PIB). El resultado es una paradoja: los trabajos de cuidados no suman al PIB si los hace la madre o la hija, pero sí que lo hacen si quien lo hace es una niñera o un cuidador a sueldo. Es el chiste que explica Marçal en el libro del señor que se casa con su asistenta, el matrimonio provoca una disminución del PIB estatal porque a partir de ese momento, por hacer el mismo trabajo, la mujer ya no cobrará ningún sueldo y dejará, por lo tanto, de formar parte del PIB nacional.
De acuerdo con el estudio realizado por el Observatorio Social de la Caixa, el valor del trabajo no remunerado en la economía española representa un 40,8% del PIB, este porcentaje podría ser incluso más elevado dependiendo del método de cálculo utilizado, así el 40,8% se basa en la idea de calcular lo que costaría sustituir el trabajo no remunerado por trabajo doméstico remunerado (coste de sustitución), pero el importe sería más elevado si se utiliza el método del coste de oportunidad, es decir, calcular lo que ganaría una persona si dedicara las horas de trabajo no remunerado a su trabajo remunerado.[3]. El mismo estudio indica que las mujeres realizan más del 70% de estas actividades.
"Los trabajos de cuidados no suman al PIB si los hace la madre o la hija, pero sí lo hacen si quien lo hace es una niñera o un cuidador asalariado"
En el siglo XX, un grupo de economistas de la Universidad de Chicago (escuela con una larga tradición neoliberal) empezaron a creer que no solo la actividad económica se podía analizar mediante modelos económicos, sino que toda actividad humana se podía analizar de esta manera, también el trabajo que hacían mayoritariamente las mujeres. La idea es que las personas actuamos siempre de manera racional, no solo en el trabajo o cuando vamos a comprar, también cuando decidimos tener un hijo o cuando decidimos hacer las tareas del hogar.
Gary Becker, Premio Nobel de Economía en 1992, es el más famoso de estos economistas, y empezó a preguntarse cosas como por qué la gente se casa, por qué se divorcia y por qué tienen hijos, y la respuesta era siempre la misma: para maximizar sus beneficios. Para Becker, la economía no era solo una ciencia, sino una manera de observar el mundo. Estos economistas empezaron a extender el razonamiento económico a otras decisiones que generalmente consideramos no económicas, como cuánto tiempo dedicaremos esta semana a la familia, con qué pareja saldré hoy, cuánto dinero puedo gastar en esta cita y si vale la pena alargar esta relación. Convirtiendo así la teoría de los precios en una teoría general del comportamiento humano.
Aplicando esta teoría a las tareas del hogar, se afirmaba que si las mujeres lavaban los platos, cuidaban a los niños y hacían la compra es porque esta es la división del trabajo más eficiente: las mujeres que trabajan dedican buena parte de su tiempo libre a tareas no remuneradas, con el consiguiente cansancio que esto conlleva, hecho que les impide rendir tanto como sus colegas masculinos en la oficina, y esto se traduce en una pérdida de oportunidades para acceder a buenos puestos de trabajo bien remunerados. Como ganan menos, el coste de oportunidad para la familia es menor si la mujer asume las tareas de casa. Este es el círculo vicioso de la escuela de Chicago. Por eso, entre otras cosas, le dieron el premio Nobel al Sr. Becker.
Debo confesar que, a pesar de todo, estas mismas teorías me han regalado horas deliciosas de lectura gracias a las novelas de misterio de la colección Marshall-Jevons, donde el protagonista, un profesor de economía de Harvard, resuelve casos criminales aplicando los principios de la ciencia económica: la ley de la oferta y la demanda, el coste de oportunidad o el famoso dilema del prisionero. Títulos como Murder at the Margin, The Fatal Equilibrium o A Deadly Indifference son auténticas joyas para cualquier lector con curiosidad económica y os los recomiendo vivamente.
Continuando con el libro de Marçal, esta nos explica que evidentemente ella no es la primera que se ha dado cuenta de que hay otras variables que entran en juego a la hora de tomar decisiones. Otro premio Nobel, Daniel Kahneman, Premio Nobel de Economía en 2002, intentó demostrar que en realidad nos preocupamos más por evitar riesgos que por maximizar beneficios y que el contexto y el entorno a la hora de tomar decisiones son muy importantes. Según su teoría, automáticamente cuando poseemos un bien le atribuimos más valor del que tiene y por lo tanto nuestro "disgusto" por perder 100 euros es superior a nuestra satisfacción por ganarlos.
"Si las mujeres lavaban los platos, cuidaban a los niños y hacían la compra es porque esta es la división del trabajo más eficiente, pero esto se traduce en una pérdida de oportunidades para acceder a buenos puestos de trabajo bien remunerados"
En general, preferimos que las cosas se queden como están, incluso si no ganamos nada. Y, en muchos casos, ponemos por delante el bienestar de los demás al nuestro, incluso si salimos perdiendo. Las personas reales, según Kahneman, estamos dispuestas a cooperar y damos importancia al factor humano. El comportamiento económico es muchas veces emocional y no racional, y también muy a menudo es un comportamiento colectivo y no individual como el del homo economicus. Las personas en el mundo real esperamos que las otras personas compartan sus recursos y en general los comportamientos injustos nos provocan rechazo. De acuerdo con Marçal no hay ninguna sociedad humana que tenga como fuerzas motrices solo la codicia y el miedo.
Si convertimos nuestra vida en una teoría económica donde todos buscamos siempre nuestro máximo beneficio, estaremos convirtiendo nuestra vida en un básico sistema de recompensas, de incentivos económicos. Y las recompensas no funcionan siempre tan bien como pensamos ni son tan simples como parece. Katrine Marçal pone dos ejemplos muy interesantes sobre el funcionamiento sesgado de los incentivos económicos: el primero muy simple, explica que si vamos por la calle y alguien que está haciendo una mudanza nos pide si le podemos ayudar a cargar un sofá, seguramente la mayoría de nosotros le ayudaremos. Pero si en lugar de eso nos ofrece dinero para hacerlo muy probablemente la mayoría de nosotros ni nos detendremos. El problema de los incentivos económicos no es que no funcionen, es que cuando lo hacen cambian la naturaleza de la situación inicial, los incentivos económicos nos afectan, pero a veces no en el sentido que se esperaría de un hombre económico.
El segundo ejemplo que pone Marçal es el de un cantón de Suiza, donde realizaron un estudio antes de hacer un referéndum sobre la manera de gestionar los residuos nucleares. Así preguntaron a los ciudadanos si imaginarían alguna vez que hubiera una planta de gestión de residuos cerca de su barrio. El 50% de los ciudadanos respondieron que sí, que no les gustaba la idea, pero que entendían que se tenía que poner en algún lugar, y si se consideraba que cerca de su barrio era el mejor lugar tenían la responsabilidad cívica de aceptarlo (como buenos ciudadanos suizos que eran). Más adelante les preguntaban si estarían dispuestos a cobrar una suma de dinero considerable por tener la planta de residuos cerca de su barrio, y en este caso solo un 25% respondió que sí. Querían ser buenos ciudadanos, pero con la introducción de un pago la petición ya no era la de ser buenos ciudadanos, el incentivo económico destruía las buenas intenciones cívicas de los ciudadanos.
Marçal incide en que si se quiere tener una imagen fiel y precisa del mercado no se pueden ignorar las actividades que la mitad de la población del planeta está haciendo la mitad del tiempo. Si el trabajo no remunerado que mayoritariamente hacen las mujeres no se incluye en los modelos económicos, nunca sabremos hasta qué punto esta tarea está relacionada con la pobreza y la desigualdad de género. Todos los estados del bienestar que conocemos están construidos alrededor del hecho de que las mujeres hagan determinados trabajos a un coste muy bajo. Decimos que lo que más nos importa son las generaciones futuras, pero no apoyamos a quien se está haciendo cargo de estas generaciones. En definitiva, como afirma Marçal en su libro, alguien tenía que cocinar la comida a Adam Smith, para que él pudiera decir que la persona que cocina no tiene ninguna importancia en términos económicos.
La madre de Adam Smith se llamaba Margaret Douglas, nació en septiembre de 1694, y era la quinta hija de una familia escocesa noble. Su padre era un hombre importante, diputado en el Parlamento escocés. Margaret se casó con el padre de Adam Smith cuando ella tenía 26 años, y él 41. Al cabo de dos años, en enero de 1723, Adam Smith padre murió, justo seis meses antes de que naciera su hijo, a quien también llamaron Adam. Margaret quedó viuda a los 28 años, y su hijo heredó a los dos años todas las propiedades de su padre, excepto una tercera parte que le correspondía a la madre. Margaret Douglas dependió siempre económicamente de su hijo, pero él también dependió de ella hasta que murió. A pesar de esta dependencia evidente de las mujeres, las mujeres están totalmente ausentes del pensamiento de Adam Smith.
Gracias, Katrine Marçal, por explicarnos como si aún estuviéramos en el aula, quién le hacía la cena a Adam Smith y por qué eso tiene relevancia económica.
[1] Encuesta Nacional de Condiciones de Trabajo. Año 2015. Instituto Nacional de Seguridad y Salud en el Trabajo. Observatorio Estatal de Condiciones de Trabajo. Ministerio de Trabajo y Economía Social https://goo.su/mZzeSZ
[2] Who cooks Adam Smith’s dinner? en su traducción al inglés.
[3] ¿Cuánto vale el Trabajo doméstico en España? Marta Dominguez Folgueras. Diciembre 2019. https://elobservatoriosocial.fundacionlacaixa.org/es/-/%C2%BFcu%C3%A1nto-vale-el-trabajo-dom%C3%A9stico-en-espa%C3%B1a-