El fin de semana hubo jaleo en X. Una afirmación que vale para cualquier día. Resulta que el ínclito Elon Musk decidió hacer públicos algunos datos privados de los usuarios de X. Si vas al perfil de un usuario, ahora puedes ver también el país desde donde tuitea y cuántas veces ha cambiado su identificador. De repente, todos aquellos americanos tan patrióticos, fanboys MAGA de Trump y Musk, con nombres tan poco sospechosos como “MAGA Nation”, “Dark Maga” y “MAGA Nadine”, resultaron ser de Tailandia, Macedonia, Bangladesh y, muy especialmente, de Rusia. Cuentas con decenas de miles de seguidores, con influencia en el discurso político de EEUU, que no son ciudadanos americanos. ¡Viva el ágora global!
La medida de hacer públicos estos datos la tomó Musk con la intención de hacer X más transparente y desenmascarar los bots y trolls que corren por la red. Si el objetivo era ayudar a los usuarios a discernir entre voces locales y actores externos, personas u operaciones de desinformación: prueba superada. Pero ya sabemos que Elon Musk es un inconsciente muy peligroso y el gesto no es inocuo. Las consecuencias tienen un impacto mucho más amplio; en el discurso político, en la confianza pública y en la democracia digital.
"Si el objetivo era ayudar a los usuarios a discernir entre voces locales y actores externos, personas u operaciones de desinformación: prueba superada"
En los últimos años —muy especialmente desde que lo compró Musk— X ha sido un terreno abonado para cuentas anónimas, bots, trolls y perfiles falsos. Muchos consiguen pasar por voces legítimas, suplantar a ciudadanos e influir en tendencias y opiniones. Vemos una y otra vez cómo operaciones coordinadas transnacionales difunden propaganda, rumores y mensajes polarizadores en momentos de crisis o elecciones. Recordad los disturbios racistas en el Reino Unido con el mismo Musk difundiendo teorías de la conspiración basadas en mentiras.
Mostrar la ubicación real (o presunta) de una cuenta puede ayudar, a priori, a desactivar parte del juego de las identidades falsas. Cuando un influenciador proclama defender “los intereses de los americanos” pero, en realidad, actúa desde Nigeria, India o Europa del Este, la ubicación lo pone en evidencia: el discurso pierde autoridad; la cuenta, credibilidad, y el usuario receptor tiene más elementos para interpretar el mensaje en su contexto. Prueba de ello es que unas cuantas de estas cuentas influyentes ya han cerrado tras el acoso de los mismos seguidores MAGA; les explotó la cabeza al darse cuenta de que idolatran a alguien de un país que no saben ni situar en el mapa, y claro, la rabia acaba saliendo.
La realidad es más compleja y mucho menos algorítmica de lo que cree Musk. Si lo hubiera sabido, no habría desplegado tal medida de manera tan precipitada. El resultado ha sido el caos: la información de localización se asigna a menudo de manera errónea, especialmente en cuentas antiguas, cuentas con historial de acceso vía VPN o en perfiles gestionados por equipos internacionales. Incluso instituciones legítimas han aparecido en otro país (o quizás están ahí de verdad). X retiró temporalmente la funcionalidad y se vio obligado a explicar el fiasco.
Es curioso porque la decisión de publicar el país de origen de una cuenta ha provocado exactamente el efecto contrario. Muchos usuarios utilizan la nueva información de la ubicación no para contextualizar el contenido de un usuario, sino para desacreditar cualquier opinión inconveniente: si no coincide con su idea, es “extranjera”, “falsa” o “troll”. Ahora, cualquier opinión puede ser desacreditada por ser de fuera y puesta en cuarentena solo por su país de origen. Sospecha, odio y xenofobia digital en X; más todavía.
"Ahora, cualquier opinión puede ser desacreditada por ser de fuera y puesta en cuarentena solo por su país de origen. Sospecha, odio y xenofobia digital en X; más aún"
Además: revelar la procedencia de un usuario no elimina la desinformación —puede añadir contexto, sí, pero no erradica la creación de realidades alternativas ni los mecanismos que las alimentan. En un entorno donde el algoritmo continúa priorizando la interacción por encima de la verdad y donde se han quitado todos los mecanismos de verificación, la transparencia se convierte en más ruido. Un estudio reciente concluye que, en X, la mitad de los mensajes que aparecen en la línea de tiempo de un usuario provienen de recomendaciones de fuera de su red; el objetivo no es otro que intensificar la polarización para generar más interacciones.
Finalmente, hay otra crítica fundamental: la privacidad y la seguridad. Para activistas, periodistas o disidentes de todo el mundo, mostrar el país de residencia puede suponer un peligro. El hecho de que la medida la tome X y no el usuario —una imposición— tiene el efecto contrario del que se buscaba: disuade la participación política, provee de munición para la vigilancia estatal y da argumentos para linchamientos digitales.
El anuncio de X de arrojar luz a la oscuridad ha resultado en un fiasco mayúsculo que erosiona aún más la confianza en X y el debate público. Más aún si esta medida se inserta en el proyecto más ambicioso de Elon Musk de crear una realidad alternativa paralela: en X, con un espacio “sin filtros”, sin moderación de contenidos, donde la IA impulsa la viralidad por encima de la verdad; y en Grokipedia con la misma IA copiando Wikipedia, no para reflejar la realidad, sino para reescribir el pasado.
"El anuncio de X de arrojar luz sobre la oscuridad ha resultado en un fiasco mayúsculo que erosiona aún más la confianza en X y el debate público"
La solución parece muy fácil, demasiado para que Musk y toda la pandilla de technobros no la conozcan. La propuso el filósofo norteamericano Daniel C. Dennett ya hace unos años. Él hablaba de los “counterfeit people”, gente falsificada —y decía que quien falsificara o permitiera que se falsificaran personas debería recibir el mismo tratamiento que quien falsifica dinero. El dinero es una medida de la confianza de las personas en la sociedad, así como lo son las redes sociales.
Si queremos defender un espacio digital donde la palabra tenga valor real —no como arma de manipulación—, hay que ir más allá de gestos simbólicos hechos por un cretino, como poner una etiqueta de origen en un perfil. Hay que reconstruir la infraestructura de confianza de las redes. Como sugiere Dennett, la creación o distribución de “personas digitales falsificadas” debería estar prohibida —y los responsables, castigados, igual que los falsificadores de moneda. Esta regulación no intentaría solo frenar algunos bots puntuales, sino restablecer la autenticidad: que cada mensaje refleje un ciudadano real, con voluntad propia, responsabilidad y agencia. Hasta que no aceptemos que la identidad digital no es una banalidad, sino la base de todo discurso público, continuaremos con parches y medias soluciones que en el mejor de los casos no servirán para nada, y en el peor, harán la función contraria.
El mejor resumen de todo lo que ha pasado a raíz de la última decisión del inconsciente de Musk lo vi en un tuit: “Si lo entiendo bien esto, ¿X es propiedad de un nacionalista blanco que paga a gente pobre de color en países en desarrollo para que se hagan pasar por estadounidenses blancos de clase obrera para asustar a otros estadounidenses blancos haciéndoles temer que la gente pobre de color de estos países arruinará América?”.
Dos apuntes de contexto: el tuit lo vi en Bluesky, no en X, y el usuario que lo hizo dice ser Max Berger y tiene 103.000 seguidores.